Amenazas

Por Jorge Gadano

A unos 20 años de que en Brasil y Chile los dictadores militares dejaron el poder en manos de sucesores civiles elegidos de acuerdo con los preceptos constitucionales, todavía -y al contrario de lo que sucedió en la Argentina- en esos países las Fuerzas Armadas no han sido tocadas por los crímenes que cometieron y, para colmo, reaccionan con indignación -cuando no con ridículos pretextos- para impedir no ya el castigo sino, al menos, que se sepa la verdad.

En Brasil la dictadura militar se prolongó durante más de dos décadas a partir del golpe de 1964 que derrocó al gobierno del presidente Joao «Jango» Goulart. La represión desatada entonces se acentuó en 1968 cuando se produjeron huelgas obreras en el cinturón industrial paulista.

Como la documentación relativa a asesinatos y torturas ha permanecido en el más absoluto secreto, no es posible hacer cuentas respecto de la magnitud de los crímenes. Ni siquiera de uno solo de ellos, el que le costó la vida al periodista Vladimir Herzog, asesinado bajo tortura en San Pablo en 1975. El valiente obispo emérito de San Pablo, cardenal Paulo Evaristo Arns, hoy de 83 años, refutó los argumentos de los militares que hablaron de un suicidio. Relató que el rabino encargado de lavar el cadáver le dijo que Herzog había sido torturado, y que se ocupó personalmente de increpar a los torturadores en una recorrida por los cuarteles. A uno lo tomó de la corbata y le dijo que «Dios va a vengar a aquellos que ustedes torturan».

En octubre pasado el entonces ministro de Defensa, José Viegas, tuvo el atrevimiento de pedir al ejército un informe relativo al paradero de los cuerpos de guerrilleros asesinados en la región de Araguaia. No sólo no le contestaron sino que el presidente Lula da Silva lo obligó a renunciar. En su reemplazo designó al vicepresidente José Alencar, un empresario sobre cuya sensibilidad respecto de la violación de derechos humanos existen dudas.

Otra renuncia fue la del presidente de una «Comisión Especial de Muertos y Desaparecidos Políticos», Joao Luiz Duboc Pinaud. Según un despacho de Luis Esnal, corresponsal del diario «La Nación» en Brasil, Duboc renunció porque el gobierno vetó su idea de que la Justicia convocara a militares para reclamarles información sobre el destino de los cuerpos de las víctimas de la dictadura.

El jefe del Gabinete de Seguridad Institucional, general Jorge Armando Félix -hombre de confianza de Lula según Esnal-, se opuso a la iniciativa con un argumento que movería a risa si no se tratara de una tragedia. Refiriéndose a la documentación secreta dijo que «no hay nada bonito en esos papeles». Y explicó: «Hay gente que en aquella época estaba en la clandestinidad, tenía otra mujer, y hoy está con la anterior. Si eso es revelado, se puede destruir la familia». Agregó que «también aparecerán los compañeros que delataban, porque es lo que revelan los documentos».

Lula, aparentemente dispuesto a dejar su «progresismo» en el baúl de los recuerdos, declaró que quiere «hermanados» a militares y civiles, y que ningún militar «debería ser obligado a pagar el resto de su vida por cosas de las que muchas veces ni participó». Pero se abstuvo de decir si su gobierno dará alguna información sobre esas «cosas».

En Chile, Augusto Pinochet dejó su lugar en La Moneda al presidente democristiano Patricio Aylwin en 1990. Pero el país quedó como una «democracia protegida» contra la subversión. El ex dictador fue designado senador vitalicio con el respaldo de las Fuerzas Armadas.

Pasados 14 años, y después de que se han detectado cuentas secretas de Pinochet en el exterior por millones de dólares, el presidente Ricardo Lagos ordenó la publicación del «Informe sobre Prisión Política y Tortura», que contiene 28.000 estremecedores testimonios. El Ejército primero y la Armada después admitieron que oficiales y suboficiales participaron en esos crímenes, pero negando que hayan sido parte de «una política institucional». De juicio y castigo, nada. Lagos enviará al Congreso un proyecto de ley para que se indemnice a las víctimas con 200 dólares mensuales.

Dice una crónica que el impacto del informe en el pueblo chileno fue feroz. Hay gente, sin embargo, que quiere devolver a los ejércitos latinoamericanos su rol de custodios de la seguridad nacional. El predicador más eminente es el general James Hill, jefe del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos. Habla de «las nuevas amenazas», que serían la guerrilla, el narcotráfico, el terrorismo y el crimen organizado.

Se pretende que ese mensaje, que constituye en realidad la mayor amenaza, sea asumido como propio, y en nombre de los países del continente, por la Junta Interamericana de Defensa. En la Argentina lo hicieron suyo los ex jefes del Ejército y del Estado Mayor Conjunto, generales Brinzoni y Mugnolo. En estos días el general retirado Daniel Reimundez escribió en «La Nación» a favor de «acciones comunes» de los ejércitos sudamericanos para enfrentar las nuevas amenazas, cuando las tenidas por viejas reviven hasta hoy el dolor de los pueblos latinoamericanos.


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