EE. UU. y la opción europea

Redacción

Por Redacción

Con el apoyo decidido del presidente norteamericano Barack Obama, que subrayó su interés en la propuesta en el discurso sobre el estado de la Unión que pronunció hace poco, el gobierno de Estados Unidos y las máximas autoridades de la Unión Europea están preparándose para negociar un pacto de libre comercio que, de concretarse, significaría la formación de un superbloque económico responsable de casi la mitad del producto bruto mundial. Se trata de un proyecto sumamente ambicioso que, por cierto, incidiría en mucho más que la evolución económica de las dos partes: según los dirigentes europeos, podría aumentar en al menos el 0,5% anual la tasa de crecimiento en ambos lados del Atlántico y conllevaría la creación de millones de empleos, lo que con toda seguridad sería positivo pero que en verdad no cambiaría mucho. Sea como fuere, no sería cuestión sólo de ampliar mercados que ya son enormes eliminando una multitud de barreras no arancelarias y reglas burocráticas que sirven para proteger intereses especiales. Como saben muy bien los europeos, los mercados comunes suelen hacer necesario un grado cada vez mayor de colaboración política. Sería de prever pues que, de prosperar la iniciativa que acaba de anunciarse, Washington y Bruselas redujeran al mínimo las diferencias entre sus estrategias respectivas frente al resto del mundo. Hace ya cuatro años, a comienzos de su gestión, Obama dio a entender que en adelante su administración se alejaría del “atlanticismo” tradicional, según el cual Estados Unidos privilegiaba la relación con los aliados de Europa occidental, para acercarse a los países de Asia oriental que, en opinión de muchos norteamericanos, pronto desempeñarían un papel protagónico en la economía internacional, tesis ésta que, como es natural, ha sido motivo de mucha preocupación en Europa por basarse en la idea de que, por ser irremediables los problemas del Viejo Continente, los europeos tendrían que resignarse a verse marginados. Aunque los acontecimientos de los cuatro años últimos han brindado más motivos de pesimismo a los convencidos de que, a la larga, los europeos no estarán en condiciones de competir económicamente con los chinos y otros asiáticos, parecería que los norteamericanos también se sienten preocupados por tal perspectiva. En su propio país abundan los analistas que no han vacilado en declarar terminado “el siglo norteamericano” y el inicio de otro en que la superpotencia tenga que compartir el liderazgo mundial con China, una nación de cultura radicalmente distinta y un orden político que es llamativamente autoritario. Así las cosas, la decisión de Obama de intentar negociar un acuerdo de libre comercio con la Unión Europa puede tomarse por una señal de que a su juicio, y el de sus asesores más influyentes, ha llegado la hora de que las partes principales del Occidente avanzado cierren filas para enfrentar el desafío económico, político y cultural planteado por China. Sumadas la población de la Unión Europea con las de Estados Unidos y Canadá, se trataría de un mercado de aproximadamente 860 millones de personas frente a los 1.350 millones de chinos que, si bien están enriqueciéndose a un ritmo impresionante, difícilmente llegarían a contar con un producto bruto mayor que el del Occidental en su conjunto. Es que el futuro de China, lo mismo que el de Europa, se ve amenazado por una crisis demográfica muy grave de resultas, en su caso, de la política del hijo único; la fuerza laboral ha dejado de crecer y, para colmo, el país no cuenta con recursos suficientes como para sostener un sistema mínimo de seguridad social. Los estrategas del régimen comunista de Pekín son plenamente conscientes de esta realidad, razón por la que verán en los esfuerzos de Estados Unidos y la Unión Europea por crear una inmensa zona de libre intercambio occidental un intento de impedir que su propio progreso económico tenga las consecuencias geopolíticas alarmantes previstas por sus homólogos norteamericanos y europeos. Aunque el régimen chino no podrá oponerse frontalmente a lo que, al fin y al cabo, sería a primera vista un arreglo meramente comercial, sus integrantes no podrán sino tomarlo por una maniobra destinada a perjudicarlos, interpretación que, claro está, contribuiría a intensificar los sentimientos nacionalistas de amplios sectores de la población.


Con el apoyo decidido del presidente norteamericano Barack Obama, que subrayó su interés en la propuesta en el discurso sobre el estado de la Unión que pronunció hace poco, el gobierno de Estados Unidos y las máximas autoridades de la Unión Europea están preparándose para negociar un pacto de libre comercio que, de concretarse, significaría la formación de un superbloque económico responsable de casi la mitad del producto bruto mundial. Se trata de un proyecto sumamente ambicioso que, por cierto, incidiría en mucho más que la evolución económica de las dos partes: según los dirigentes europeos, podría aumentar en al menos el 0,5% anual la tasa de crecimiento en ambos lados del Atlántico y conllevaría la creación de millones de empleos, lo que con toda seguridad sería positivo pero que en verdad no cambiaría mucho. Sea como fuere, no sería cuestión sólo de ampliar mercados que ya son enormes eliminando una multitud de barreras no arancelarias y reglas burocráticas que sirven para proteger intereses especiales. Como saben muy bien los europeos, los mercados comunes suelen hacer necesario un grado cada vez mayor de colaboración política. Sería de prever pues que, de prosperar la iniciativa que acaba de anunciarse, Washington y Bruselas redujeran al mínimo las diferencias entre sus estrategias respectivas frente al resto del mundo. Hace ya cuatro años, a comienzos de su gestión, Obama dio a entender que en adelante su administración se alejaría del “atlanticismo” tradicional, según el cual Estados Unidos privilegiaba la relación con los aliados de Europa occidental, para acercarse a los países de Asia oriental que, en opinión de muchos norteamericanos, pronto desempeñarían un papel protagónico en la economía internacional, tesis ésta que, como es natural, ha sido motivo de mucha preocupación en Europa por basarse en la idea de que, por ser irremediables los problemas del Viejo Continente, los europeos tendrían que resignarse a verse marginados. Aunque los acontecimientos de los cuatro años últimos han brindado más motivos de pesimismo a los convencidos de que, a la larga, los europeos no estarán en condiciones de competir económicamente con los chinos y otros asiáticos, parecería que los norteamericanos también se sienten preocupados por tal perspectiva. En su propio país abundan los analistas que no han vacilado en declarar terminado “el siglo norteamericano” y el inicio de otro en que la superpotencia tenga que compartir el liderazgo mundial con China, una nación de cultura radicalmente distinta y un orden político que es llamativamente autoritario. Así las cosas, la decisión de Obama de intentar negociar un acuerdo de libre comercio con la Unión Europa puede tomarse por una señal de que a su juicio, y el de sus asesores más influyentes, ha llegado la hora de que las partes principales del Occidente avanzado cierren filas para enfrentar el desafío económico, político y cultural planteado por China. Sumadas la población de la Unión Europea con las de Estados Unidos y Canadá, se trataría de un mercado de aproximadamente 860 millones de personas frente a los 1.350 millones de chinos que, si bien están enriqueciéndose a un ritmo impresionante, difícilmente llegarían a contar con un producto bruto mayor que el del Occidental en su conjunto. Es que el futuro de China, lo mismo que el de Europa, se ve amenazado por una crisis demográfica muy grave de resultas, en su caso, de la política del hijo único; la fuerza laboral ha dejado de crecer y, para colmo, el país no cuenta con recursos suficientes como para sostener un sistema mínimo de seguridad social. Los estrategas del régimen comunista de Pekín son plenamente conscientes de esta realidad, razón por la que verán en los esfuerzos de Estados Unidos y la Unión Europea por crear una inmensa zona de libre intercambio occidental un intento de impedir que su propio progreso económico tenga las consecuencias geopolíticas alarmantes previstas por sus homólogos norteamericanos y europeos. Aunque el régimen chino no podrá oponerse frontalmente a lo que, al fin y al cabo, sería a primera vista un arreglo meramente comercial, sus integrantes no podrán sino tomarlo por una maniobra destinada a perjudicarlos, interpretación que, claro está, contribuiría a intensificar los sentimientos nacionalistas de amplios sectores de la población.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Comentarios