Ayuda mutua, asociativismo y solidaridad en el hábitat

Omar Reggiani*


Es primordial hallar desde la asociación y el cooperativismo nuevas aplicaciones organizativas que permitan solucionar otros temas además del constructivo, por ejemplo, el acceso al suelo.


Meses de “quedate en casa” y vidas enteras sin casa en donde quedarse es la conclusión de una pandemia que pone de manifiesto la desigualdad social donde estamos insertos, una desigualdad que durante años se viene denunciando por parte de las organizaciones sociales, pero que solo en tiempos de crisis se visualiza a nivel general.

Este artículo no pretende hacer futurismo, ni aportar al “¿Cómo saldremos de esta situación? (¿mejores? ¿peores?)”. Se pueden suponer cambios sociales, comunitarios y también gubernamentales, siempre y cuando se revisen las prácticas globales mercantilistas y autodestructivas.

Lo que sí se establece en estas líneas, por las formas de abordar la producción social del hábitat, es que “no existen problemas sociales que puedan afrontar desde lo individual” y la covid-19 vuelve a marcarnos ese postulado. Por esto es que retornaremos al concepto de asociativismo como forma de encarar la producción del hábitat popular y entonces sí poder pedir “quédate en casa” a quienes hoy no poseen ni siquiera agua potable para lavarse las manos. El asociativismo no es más que la solidaridad social y es la herramienta que (ayer, hoy y pospandemia) dará respuesta a los cambios sociales en vías de la igualdad ciudadana.

En términos de hábitat, es un concepto usual para una mayoría de la población el de “autoconstructor”: aquel que con sus propios recursos, el esfuerzo individual y conocimientos técnicos construye su vivienda sin ayuda profesional y/o de mano de obra especializada. Este sistema genera en la economía familiar un ahorro y la posibilidad del acceso al “techo propio”. A lo largo de la historia la clase trabajadora ha utilizado este medio, aunque la década del 1940 fue paradigmática en ese sentido con la posibilidad que brindó el Estado mediante créditos bancarios -hipotecarios-, que permitían a una gran masa trabajadora construir gracias a su esfuerzo la vivienda, previa compra de un lote (cerca del lugar de trabajo) desde la tranquilidad brindada por la estabilidad laboral y el salario percibido mensualmente.

Claro que esto no ha sido una constante y a partir de factores como la precarización laboral, el desempleo y un modelo económico que tuvo su apogeo en la década del 1990 se restringe la cantidad de familias que accede este sistema de construcción. A esto se le suma la falta de tierra y la impenetrabilidad a la compra de un lote por culpa de un mercado que margina y excluye.

Por ello el acceso al suelo y a la construcción de una vivienda adecuada van de la mano: son dos variables del “hábitat”, que es hablar del ámbito donde el hombre, “con derecho a llevar una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza”, desarrolla sus actividades relacionándose íntimamente con el medio, transformándolo para su supervivencia. Debemos tener muy en cuenta, entonces, cuál es el lugar físico que se habita, en definitiva el territorio que comprende todas las variables referidas al hábitat y cuáles son las posibilidades reales de desarrollar esas actividades en esta localización.

Si a la autoconstrucción como forma de acceso a la vivienda le sumamos el asociativismo estamos en presencia de una de las formas de la ayuda mutua en materia constructiva y una de las maneras de concentrar esfuerzos individuales y transformarlos en un objetivo común, la solución habitacional familiar.

Más del 50% del país no posee sistema de desagüe cloacal, 20% de la población vive en condiciones inadecuadas a partir de la falta de agua potable y que más del 25% no posee un hábitat propio

La ayuda mutua tiene su propia historia en la política habitacional nacional. En la década del 1960 se da, por parte del Estado, un financiamiento a viviendas multifamiliares, a través de empresas, y unifamiliares por autoconstrucción, buscando reducir los costos de las viviendas trasladando una parte a las familias trabajadoras. El Fonavi (creado en 1972), a través de los institutos provinciales de vivienda, puso en práctica programas de autoconstrucción basados en los conceptos de “esfuerzo propio y ayuda mutua” (EPAM), a lo que se incorpora el concepto de asistencia técnica.

A raíz de estos antecedentes, la ayuda mutua pareciera valorizarse solo en términos de “fuerza de trabajo” en la autoconstrucción de viviendas para los sectores marginados por el mercado inmobiliario. Esta mirada estrecha deja fuera a la asociación y el cooperativismo (implícito en “lo mutuo”, en el esfuerzo puesto en “lo mío y lo de todos”) en el carácter de apropiación de lo que se construye (sea esto material o no). Ese es el integral sentido que debe dársele a la ayuda mutua: la construcción de redes vecinales que permiten salidas comunes a problemas comunes. Es primordial, entonces, encontrar nuevas aplicaciones relacionadas con lo organizativo que permitan solucionar otros temas además del constructivo, por ejemplo, el acceso al suelo.

Debemos aclarar algunas nociones básicas sobre la tierra o el suelo y el acceso a él. La ciudad (el territorio que se habita) trasmite los comportamientos de la sociedad y en ese territorio puede observarse la existencia de una marginalidad que cuanto menos recursos tiene mayor es su vulnerabilidad.

La ciudad (el territorio) permite ver -en términos físicos- cómo a mayor poder adquisitivo mayor es el valor de la tierra que se habita. El territorio sintetiza relaciones de poderes espacializadas (1) de un grupo social que para sí verifica conflictos internos o no y muestra físicamente desigualdades sociales.

Hablamos de hábitat, hablamos de vivienda adecuada, y está claro que sin suelo no hay vivienda y que el suelo o la tierra no es un producto más del “mercado”, ya que no es un bien producible, un aumento en la demanda no produce más cantidad de suelo; por definición el suelo es finito.

Por ende el suelo es un bien social y el mercado inmobiliario, con sus reglas de juego, determina desigualdades evidentes en cada territorio, y los perjudicados son los sectores sociales más pobres. Estos, sin posibilidad de acceso a la tierra, buscan salidas, límites, que el resto de la sociedad visualiza como delito.

Pensemos que más del 50% del país no posee sistema de desagüe cloacal, 20% de la población vive en condiciones inadecuadas a partir de la falta de agua potable y que más del 25% no posee un hábitat propio (2). Esto hace que los asentamientos irregulares aumenten a diario, como respuesta a la exclusión, en cada territorio.

Por todo lo visto, podemos decir que hay un “cuerpo social” ya no solo pobre, sino excluido del mercado de bienes, que no tiene posibilidades de acceso a los derechos básicos y donde comienza a verse un embrión organizativo. Los ciudadanos excluidos del “mercado inmobiliario” viven un proceso organizacional, traducido en asentamientos, ante la falta de planificación y gestión de un Estado, ausente en políticas relacionadas al hábitat.

Será fundamental que se exponga a la sociedad en su conjunto que el suelo no es un “producto del mercado” y que sus valores son la síntesis de la “especulación inmobiliaria”. Decir esto es oponerse a intereses muy poderosos que deben enfrentarse desde el asociativismo, la cooperación y, en definitiva, la ayuda mutua de las comunidades marginadas y excluidas de derechos básicos, pisadas por la globalización e invisibilizadas por un sector importante de la sociedad.

*Arquitecto, presidente de la asociación civil Un Techo Para Mi Hermano y docente de la carrera de Arquitectura de la UNRN

1) Mabel Manzanal, “Territorios en Construcción. Actores, tramas y gobiernos: entre la cooperación y el conflicto”, Ed. Ciccus, noviembre 2007

2) Censo Indec, datos 2010


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