China en dificultades

Ya antes de estallar la crisis financiera del 2008, que frenó abruptamente el crecimiento de los países ricos del Atlántico Norte, muchos vaticinaban que el centro de gravedad de la economía mundial se trasladaría al Pacífico y que China sería la próxima “locomotora”, desplazando a Estados Unidos. Sin embargo, aunque China sigue expandiéndose a un ritmo más rápido que el registrado por los países desarrollados, últimamente han proliferado las dudas en cuanto a su capacidad para cerrar la brecha que la separa de Estados Unidos y los integrantes más prósperos de la Unión Europea. Algunas tienen que ver con la presunta incompatibilidad del autoritarismo que es propio de un Estado regido por un solo partido, que además de ser muy corrupto es reacio a compartir el poder, con la flexibilidad necesaria para continuar avanzando. Otras dudas están motivadas por el desafío planteado por cambios demográficos. Como muchos han señalado, la fuerza laboral china, la que dejó de crecer hace dos años, ha comenzado a achicarse como consecuencia de una tasa de natalidad muy baja, ocasionada por la política de un hijo por familia, que es equiparable con la de ciertos países europeos. Puesto que la expansión vertiginosa de la economía del país más poblado de la Tierra fue impulsada por la migración de decenas de millones de campesinos a las zonas fabriles de las grandes ciudades, en adelante el crecimiento dependerá del aumento de la productividad, lo que, como hemos aprendido, no será fácil en absoluto. Está repitiéndose en China, de manera acelerada, el mismo fenómeno que décadas antes hizo posible el “milagro económico” japonés. Asimismo, como en Europa y Japón, de resultas del envejecimiento de la población, no podrá sino subir drásticamente el gasto social en jubilaciones, por exiguas que sean, y en salud. Por haberse distorsionado tanto la pirámide demográfica, no servirá para mucho que los jerarcas chinos sigan exhortando a los jóvenes a encargarse de sus padres y abuelos. A juzgar por la experiencia de los países más avanzados, el sector más dinámico de la economía china, es decir, el que aprovecha mejor las nuevas tecnologías que están eliminando empleos, propenderá a separarse cada vez más de los tradicionales, lo que no podrá sino agravar los problemas que ya están provocando disturbios, algunos muy violentos, en muchísimas localidades. Hasta hace poco, los líderes comunistas chinos insistían en que para conservar la paz social sería necesario que la economía siguiera creciendo a más del 8% anual. Conforme a las escasamente confiables estadísticas oficiales, no le será dado hacerlo en el año corriente o en los próximos. Asimismo, aunque hay un consenso en que es forzoso estimular el consumo interno porque hay límites a lo que los socios comerciales del resto del planeta serán capaces de importar y, de todos modos, están intensificándose las presiones proteccionistas, concretar el cambio estructural así planteado exigirá mucho más que algunas órdenes gubernamentales perentorias. Para los demás países, entre ellos el nuestro, la probabilidad de que pronto llegue a su fin el período de crecimiento explosivo de China y el inicio de otro en que, aun cuando no se estanque, tenga que conformarse con tasas más modestas que las que se hicieron rutinarias en las décadas que siguieron a la decisión de Deng Xiaoping en 1979 de adoptar la combinación sui géneris de autoritarismo político marxista y liberalismo económico que llamaba “el socialismo de mercado”, tendrá repercusiones muy fuertes. Deberán prepararse para el fin del “superciclo” de los commodities que benefició coyunturalmente a los países con recursos agrícolas y minerales abundantes, brindándoles una oportunidad acaso irrepetible para llevar a cabo con mayor facilidad las reformas estructurales que los harían más competitivos. Asimismo, la eventual “normalización” de China obligaría a los impresionados por los logros anotados por un régimen totalitario a reconocer que sería un error no meramente moral sino estratégico subestimar la importancia de la libertad, ya que, en última instancia, la prosperidad del conjunto dependerá menos de lo que hagan políticos y funcionarios que de la forma en que un sinnúmero de empresarios y otros se adapten a circunstancias cambiantes.


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