La fábula de la niña sin corpiño

La noticia de que una alumna fue amonestada por no usar corpiño dio pasto a los medios durante una larga semana hasta que la siguiente novedad la desplazó de las portadas. ¿Estaba la joven desnuda? No, no estaba desnuda. ¿Su vestimenta impedía el desarrollo de las clases? No. ¿Su falta de ropa interior vulneraba los derechos de los demás o avasallaba su libertad? Tampoco. Entonces, ¿por qué una semana hablando de eso en los medios, hasta llegar al absurdo de una quema de corpiños pública? Corpiños que, dicho sea aparte, podrían haber sido donados a quienes sí desean usarlos.

Pero vamos por partes. En todos los colegios existe un reglamento o código de vestimenta que los padres firmamos (a veces sin leer) a comienzos del año. Ese reglamento, que en una sociedad madura debería ser innecesario, cubre a grandes rasgos lo que la escuela permite y, más bien, “lo que le molesta o no”, sobre todo cuando no hay un uniforme oficial. Por ejemplo, a las escuelas no les gustan las musculosas (más en los varones que en las chicas), las ojotas, los pantalones rotos (a propósito), las faldas muy cortas. En una época no le gustaba el pelo largo, claro, ahora tal vez no le gusten las rastas o el pelo de color (sucedió en otra escuela, una alumna fue “invitada a cambiar de establecimiento educativo” por su pelo azul, hecho que no provocó tanta noticia ni marchas de alumnos con cabelleras de colores).

Son algo extraño los reglamentos de vestimenta. Los alumnos no pueden usar ojotas pero las profesoras usan “zapatos” con forma de… ojotas, con flores o piedras en la tira que cruza el dedo gordo, provocando así el deseo de rebelión contra todo código.

A mí me tocó pelear, en primerísima persona, no por las ojotas pero sí por las Crocs. Uno de mis hijos empezaba su año escolar con una infección en un pie que le impedía calzarse, usar medias, hasta pisar correctamente. Pero como las madres no dejamos a un chico sin clases por un único pie, allá fue rengueando, con crema antibiótica y en Crocs para mantener la ventilación. No tardó en llegarme la nota recordándome la santidad del reglamento de vestimenta y entonces llegó mi turno de pelear por la educación de mi hijo y su salud. La respuesta fue un permiso temporal para que el muchacho fuera con sus Crocs al colegio, y todos terminamos con esa sensación de… ¿era para tanto?

La chica estaba sin corpiño. ¿Era para tanto? ¿Qué fue lo que miró y pensó esta directora para imponer el castigo? ¿Consideró el tamaño de los pechos en relación al grosor de la tela de la vestimenta? ¿Algo se transparentaba, se movía naturalmente? ¿Cuándo y cómo lo que podría haber sido una sugerencia, incluso motivada por temas de salud (aunque no esté comprobado que sea más sano usar corpiño que no usarlo), se convirtió en un acto disciplinario? ¿Estaba en peligro la moral y las buenas costumbres de todos los otros alumnos? Y además, ¿hasta cuándo los adultos no cercanos al adolescente, por más directores de escuela que sean, dictaminarán sobre vestimenta, cuerpo, peinado, costumbres, gustos, ideas, o sea, sobre lo que pertenece a la intimidad y personalidad de cada uno?

Este asunto del corpiño me llevó a recordar mis días de escuela secundaria pública, laica y gratuita durante la dictadura militar, cuando la opresión se vivía también a través del uniforme: guardapolvo blanco tapando la rodilla, y debajo del guardapolvo más blanco. Falda azul, medias azules tres cuarto, zapatos de cuero negros o marrones. Y más: cabello recogido con hebillas de carey o gomita azul y sin flequillo, prohibidos pulseras, anillos y collares, a excepción del símbolo religioso; aros: sólo perlas pequeñas; pantalón de gimnasia sin rayas (las madres cosían tiras azules sobre las rayas blancas), zapatillas blancas ídem, chomba blanca sin marca. Y ojo con que se transparentara el corpiño a través de la remera, ojo con que se viera la tira del sostén, ojo con incitar a la perversión. Nos machacaban eso de tal manera que nosotras, alumnas de 12, 13 años, nos cuidábamos: ¡se te ve el corpiño!, susurrábamos, y éramos capaces de hacer deporte con buzo (azul) un día de 40 grados con tal de tapar las marcas de la vergüenza… ¡en una escuela de mujeres!

No se sale indemne de eso. Tampoco se sale indemne de que te señalen por no usar corpiño. Sin embargo lo que vale aquí recalcar es el camino recorrido entre nosotros, adolescentes sin voz, y estos adolescentes que saben hacerse oír. Ahora falta aprender a escucharnos sin los excesos. No hacían falta los medios de comunicación en ese baile. No hacía falta el drama público. Pero si el hecho no se hubiera convertido en noticia yo no estaría escribiendo esta columna y no estaríamos pensando, juntos, en cómo resolver estos conflictos. Qué difícil es la búsqueda del equilibrio y el desarrollo del sentido común. Pero hacia allá vamos, estoy segura.

Lo que vale recalcar es el camino recorrido entre nosotros, adolescentes sin voz,
y éstos que sí saben hacerse oír. Ahora
falta aprender a escucharnos sin los excesos.

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Lo que vale recalcar es el camino recorrido entre nosotros, adolescentes sin voz,
y éstos que sí saben hacerse oír. Ahora
falta aprender a escucharnos sin los excesos.

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