Las series se convirtieron en nuestra forma de ver el mundo

Nietzsche dijo: “Inventamos el arte para poder soportar la realidad”. Pero también dijo que la verdad no existe, que es apenas una de las versiones de entre todas las ficciones que la humanidad es capaz de generar en cada época, y que esa versión “real” cambia. Cambia con la época y con las transformaciones del consenso mayoritario.

Necesitamos la ficción para tolerar lo real (que es otra ficción).

En la actualidad la forma privilegiada de ficción es la que fragmenta la complejidad de lo real en relatos parciales. Esos fragmentos abarcan, sin embargo, todo lo que nuestra época puede pensar, e incluso intenta ir más allá de sus límites. Esa ficción maestra (fragmentaria, pero con vocación totalizadora) se expresa hoy en las series televisivas.

Las series de hoy mantienen la estructura del folletín, que aparecía cada semana en los periódicos del siglo XIX: una historia fragmentada que terminaba cada capítulo con una alta dosis de suspenso (para incitar al público a esperar la próxima entrega).

Charles Dickens fue el gran genio que surgió de la estructura del folletín, pero casi todos los relatos modernos nacieron allí. Hasta Fedor Dostoievski el folletín fue la estructura fundamental de la novela (muchas de las historias del autor ruso se alargan innecesariamente porque –como cobraba por capítulo y siempre tenía deudas de juego– estiraba la trama para cobrar unos pesos más). Gustave Flaubert fue el primero que se independizó de la serialidad folletinesca y fundó así la vanguardia literaria: una ficción para pocos.

Las series modernas nacieron antes de la TV: fue en el cine de los 30 cuando se proyectaban breves filmes seriados antes del filme principal. Así surgieron “Flash Gordon” y “El Zorro”, por ejemplo. Cada uno de esos filmes breves concluía con un suspenso que recién se develaba en la función de la semana próxima. Era una forma eficaz de fidelizar al público masivo. Este ingenioso formato fue tomado por la TV en los 50. Los primeros filmes de la zaga “Indiana Jones” están armados como una larga secuencia que reúne breves escenas-episodios que plantean un suspenso que la próxima escena-episodio resuelve parcialmente, ya que concluye con un nuevo suspenso en una vorágine sin fin.

Sin embargo, recién en el siglo XXI las series se convirtieron, además de relatos aceptados masivamente, en generadores del sentido del mundo. Para lograr ese poder discursivo las series necesitaron generar un equivalente a “El Quijote”: el relato de los relatos. Ese prodigio se logró con “Los Soprano”.

Tony Soprano (una interpretación de James Gandolfini que roza la genialidad) se presentó en público en el consultorio de una psicoterapeuta (Lorraine Bracco) porque sufría ataques de pánico. Desde esa primera escena quedó en claro que esta serie sobre la mafia no iba a iba a ser narrada según el tradicional relato de gángsters.

Tony Soprano se parece a Holden Caulfield, el adolescente de “El guardián entre el centeno”, la novela de J. D. Salinger. Ambos no quieren crecer. Que uno de los ellos sea un asesino profesional no cambia la cuestión de fondo. En la desvalida ambigüedad de Tony radica su encanto.

Por entonces, Tony estaba por cumplir 40. No sólo lamentaba envejecer, sino que le resultaba difícil enfrentar sus responsabilidades como pequeño jefe mafioso. Su tío le disputaba el poder. Su madre instigaba su asesinato. La policía le seguía los pasos. Cada hombre de su entorno era un traidor en potencia. Su único apoyo era Carmela (Edie Falco), su mujer.

Antes de “Los Soprano”, la televisión norteamericana nunca había producido una serie con delincuentes en la cual los criminales fueran los héroes y los policías tuvieran tan escaso protagonismo. Al haber puesto el eje sobre el lado menos fotogénico de la balanza moral, el drama se enriqueció. A lo largo de los años esta obra maestra de la cultura popular acostumbró al público a seguir una trama compleja, repleta de contradicciones éticas, de entrelíneas ingeniosas y de conflictos psicológicos.

Desde entonces, las series se están adaptando mejor que las novelas y los filmes a nuestra percepción luego de que irrumpió internet. El poder contar una historia a lo largo de 80 horas (que, a la vez, podemos fragmentar de la forma que deseemos) concuerda mejor con nuestra temporalidad que la estructura estandarizada del cine o de la TV. De hecho, el siglo XXI no tiene novelas o filmes que estén a la altura de “Six Feet Under” o “Mad Men”.

Como dijo Norman Mailer: “Los escritores queríamos escribir la gran novela norteamericana, pero la terminó narrando la TV con ‘Los Soprano’”. Las series son la forma de la ficción que mejor le va dando diariamente un sentido extraordinario a nuestra despoblada vida cotidiana.

Necesitamos la ficción pura de las series para tolerar la ficción dura de lo real.

En el siglo XXI, estos relatos son la forma de la ficción que mejor le va dando diariamente un sentido extraordinario a nuestra despoblada vida cotidiana.

Datos

En el siglo XXI, estos relatos son la forma de la ficción que mejor le va dando diariamente un sentido extraordinario a nuestra despoblada vida cotidiana.

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