Crecimiento y desempleo

En muchos países desarrollados, una caída relativamente menor del producto bruto, como la experimentada por casi todos en los años que siguieron a la crisis financiera que estalló en el 2008, suele tener un impacto devastador sobre el empleo. Sin embargo, aunque hay señales de que hasta en las partes más castigadas de la Eurozona está en marcha un proceso de recuperación, nadie espera que, de resultas de él, disminuya con rapidez la tasa de desocupación que en España y Grecia ha alcanzado niveles propios de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Parecería que, desgraciadamente para centenares de millones de personas, el crecimiento macroeconómico ya no garantiza más empleo. Por el contrario, por verse impulsado por la introducción de tecnologías avanzadas y métodos gerenciales que apuntan a la mayor eficiencia de las empresas, el progreso económico puede prescindir de los aportes de sectores cada vez más amplios de las tradicionales clases obrera y media. No se trata de un fenómeno nuevo ya que, como han señalado economistas de todas las preferencias ideológicas, en Estados Unidos y el norte de Europa los ingresos reales de la mayoría aumentaron muy poco en las décadas que precedieron a la crisis financiera, mientras que los de una minoría reducida, conformada no sólo por los herederos de fortunas abultadas sino también por empresarios imaginativos, profesionales prestigiosos, deportistas de elite y artistas populares taquilleros, se han multiplicado de manera espectacular. Todo hace prever que esta tendencia continuará profundizándose en los próximos años. Por razones evidentes, a las empresas les conviene aprovechar los recursos tecnológicos disponibles para producir más y mejor a un costo menor, aun cuando los efectos sociales de la utilización de procesos informáticos, robots y así por el estilo sean claramente negativos. También lo es que sean mucho más exigentes a la hora de elegir entre los candidatos a puestos laborales, privilegiando a quienes poseen las cualidades personales y el conocimiento que a su juicio son irreemplazables. En Estados Unidos, que sigue siendo el país líder cuando de la evolución económica se trata, son muchísimos los ejecutivos de nivel mediano que se habían acostumbrado a percibir ingresos altos y se han visto obligados a aceptar empleos peor remunerados. En cambio, para los debidamente dotados las oportunidades para abrirse camino y ganar salarios elevados son aún más abundantes de lo que eran antes; las empresas compiten por sus servicios y, si no encuentran a quienes necesitan en su propio país, los buscan en otras partes del mundo. Tal y como sucede aquí, hay un superávit de empleos aptos para especialistas bien calificados pero, puesto que éstos escasean, la oferta así supuesta contribuye poco a reducir la tasa de desocupación. Todos los gobiernos actuales, incluyendo el nuestro, se ven frente al mismo desafío: ¿cómo compatibilizar la competitividad del conjunto con la necesidad de impedir que el desempleo y la depauperación resultante alcancen niveles social y políticamente insoportables? De acuerdo común, la solución –si es que hay una– tendría que encontrarse en cambios en el sistema educativo, pero puede que la convicción de que es posible preparar a todos, salvo los integrantes de una pequeña minoría que siempre dependerá de la ayuda pública, para desempeñar un papel digno en la nueva economía que está configurándose sea a lo sumo una expresión de deseos. Por cierto, la experiencia internacional en tal ámbito ha sido muy decepcionante. Asimismo, aunque fuera factible asegurar que casi todos adquirieran las aptitudes y los conocimientos juzgados apropiados para los tiempos que corren, como suponen los optimistas, las drásticas reformas educativas necesarias se verían resistidas por sindicalistas y otros habituados al statu quo. Por lo demás, persistiría el problema planteado por la necesidad de incorporar a los productos del sistema existente en muchos países que, luego de haberse creído bien preparados para el mercado laboral de comienzos del siglo XXI, se hallan en uno que es radicalmente distinto y mucho más duro, razón por la que en el sur de Europa a más del 50% de los miembros de “la generación mejor formada de la historia” les aguardan años de desempleo o, si tienen suerte, de subempleo.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.031.695 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Lunes 19 de agosto de 2013


En muchos países desarrollados, una caída relativamente menor del producto bruto, como la experimentada por casi todos en los años que siguieron a la crisis financiera que estalló en el 2008, suele tener un impacto devastador sobre el empleo. Sin embargo, aunque hay señales de que hasta en las partes más castigadas de la Eurozona está en marcha un proceso de recuperación, nadie espera que, de resultas de él, disminuya con rapidez la tasa de desocupación que en España y Grecia ha alcanzado niveles propios de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Parecería que, desgraciadamente para centenares de millones de personas, el crecimiento macroeconómico ya no garantiza más empleo. Por el contrario, por verse impulsado por la introducción de tecnologías avanzadas y métodos gerenciales que apuntan a la mayor eficiencia de las empresas, el progreso económico puede prescindir de los aportes de sectores cada vez más amplios de las tradicionales clases obrera y media. No se trata de un fenómeno nuevo ya que, como han señalado economistas de todas las preferencias ideológicas, en Estados Unidos y el norte de Europa los ingresos reales de la mayoría aumentaron muy poco en las décadas que precedieron a la crisis financiera, mientras que los de una minoría reducida, conformada no sólo por los herederos de fortunas abultadas sino también por empresarios imaginativos, profesionales prestigiosos, deportistas de elite y artistas populares taquilleros, se han multiplicado de manera espectacular. Todo hace prever que esta tendencia continuará profundizándose en los próximos años. Por razones evidentes, a las empresas les conviene aprovechar los recursos tecnológicos disponibles para producir más y mejor a un costo menor, aun cuando los efectos sociales de la utilización de procesos informáticos, robots y así por el estilo sean claramente negativos. También lo es que sean mucho más exigentes a la hora de elegir entre los candidatos a puestos laborales, privilegiando a quienes poseen las cualidades personales y el conocimiento que a su juicio son irreemplazables. En Estados Unidos, que sigue siendo el país líder cuando de la evolución económica se trata, son muchísimos los ejecutivos de nivel mediano que se habían acostumbrado a percibir ingresos altos y se han visto obligados a aceptar empleos peor remunerados. En cambio, para los debidamente dotados las oportunidades para abrirse camino y ganar salarios elevados son aún más abundantes de lo que eran antes; las empresas compiten por sus servicios y, si no encuentran a quienes necesitan en su propio país, los buscan en otras partes del mundo. Tal y como sucede aquí, hay un superávit de empleos aptos para especialistas bien calificados pero, puesto que éstos escasean, la oferta así supuesta contribuye poco a reducir la tasa de desocupación. Todos los gobiernos actuales, incluyendo el nuestro, se ven frente al mismo desafío: ¿cómo compatibilizar la competitividad del conjunto con la necesidad de impedir que el desempleo y la depauperación resultante alcancen niveles social y políticamente insoportables? De acuerdo común, la solución –si es que hay una– tendría que encontrarse en cambios en el sistema educativo, pero puede que la convicción de que es posible preparar a todos, salvo los integrantes de una pequeña minoría que siempre dependerá de la ayuda pública, para desempeñar un papel digno en la nueva economía que está configurándose sea a lo sumo una expresión de deseos. Por cierto, la experiencia internacional en tal ámbito ha sido muy decepcionante. Asimismo, aunque fuera factible asegurar que casi todos adquirieran las aptitudes y los conocimientos juzgados apropiados para los tiempos que corren, como suponen los optimistas, las drásticas reformas educativas necesarias se verían resistidas por sindicalistas y otros habituados al statu quo. Por lo demás, persistiría el problema planteado por la necesidad de incorporar a los productos del sistema existente en muchos países que, luego de haberse creído bien preparados para el mercado laboral de comienzos del siglo XXI, se hallan en uno que es radicalmente distinto y mucho más duro, razón por la que en el sur de Europa a más del 50% de los miembros de “la generación mejor formada de la historia” les aguardan años de desempleo o, si tienen suerte, de subempleo.

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