El color de la matemática

Para Bertrand Russell, las matemáticas poseían “no sólo la verdad, sino la suprema belleza, fría y austera, como la de una escultura.” Para otros de mentalidad menos lírica que la del filósofo británico, no son más que abstracciones malignas que usan estafadores para engañar a los incautos. Es lo que pensaban los encargados del sistema educativo cordobés que se despacharon con furia contra la “matemática moderna” cuando los militares gobernaban el país; a su juicio, era sospechosamente relativista y por lo tanto proclive a estimular pensamientos subversivos. Fue su aporte a la guerra cultural de los intelectuales orgánicos del “proceso” contra todo cuanto no les gustaba del mundo contemporáneo. Odiaban a Karl Marx, Albert Einstein y Sigmund Freud; en su opinión, eran los máximos responsables de destruir la fe en las viejas certezas.


En aquella oportunidad, se suponía que el oscurantismo era una enfermedad de la derecha ultraconservadora y que los izquierdistas no corrían ningún riesgo de contraerla. A pocos se les ocurría que personajes que se creen progresistas verían en la matemática un enemigo peligroso que necesita ser reprimido.


Cuando de luchar contra la tiranía de las ciencias exactas se trata, la ideología de los rebeldes es lo de menos. Mientras que cristianos conservadores siguen dando batalla a Charles Darwin que, al fin y al cabo, hizo más que cualquiera para apartar a los líderes religiosos del lugar dominante que, durante siglos, habían ocupado en la cultura occidental, otros han llegado a la conclusión de que tanto la matemática como las “ciencias duras” son inaceptablemente racistas.
Desde su punto de vista, el que en los colegios y universidades de Estados Unidos los estudiantes blancos y, más aún, los jóvenes de familias procedentes de Asia Oriental, se hayan acostumbrado a conseguir notas que son llamativamente superiores a las cosechadas por las “personas de color”, es evidencia irrefutable de que la matemática y disciplinas afines son intrínsecamente perversas.


Para corregir lo que toman por una anomalía escandalosa, quieren que las autoridades universitarias no sólo tomen en cuenta el origen étnico de los integrantes de minorías académicamente rezagadas para asegurar que aprueben todos los exámenes con notas parecidas a aquellas de los blancos y asiáticos, sino que también modifiquen radicalmente la forma en que enseñan las materias más exigentes. Conforme a ellos, la matemática, sea moderna o no, y las ciencias calificadas de “duras”, son creaciones del hombre blanco que, con la astucia siniestra que lo caracteriza, se las arregló para llenarlas de trampas destinadas a humillar a la gente de cultura distinta, algo que a buen seguro sorprendería mucho a los estudiantes hindúes, japoneses, coreanos y chinos que nunca se han sentido intimidados por los números.


Para satisfacción de los militantes, la campaña que están impulsando ya ha brindado resultados que son muy promisorios. Con el apoyo del presidente norteamericano Joe Biden, buena parte del Partido Demócrata, los sindicatos docentes y la elite mediática, además de muchos empresarios que no quieren caer víctima de campañas que podrían perjudicarlos, han logrado hacer del antirracismo tal y como lo entienden la nueva doctrina oficial.


Con el apoyo de Biden, el Partido Demócrata, los sindicatos docentes, la elite mediática y empresarios han logrado hacer del antirracismo la nueva doctrina oficial.



Así pues, en el Estado de Oregón, el Departamento de Educación urge a los maestros a inscribirse en un curso de lo que llama “etnomatemáticas” para que los resultados sean “equitativos para los estudiantes negros, latinos y multilingües”. Para más señas, dice que “El concepto de que las matemáticas son puramente objetivas es inequívocamente falso” y que también lo es “mantener la idea de que siempre hay respuestas correctas e incorrectas”.


Coinciden con los educadores de Oregón sus homólogos de California; éstos afirman que “los profesores que abordan los errores de los estudiantes de manera directa ejercen una forma de supremacía blanca”. Y antes de pedir perdón después de recibir un alud de protestas airadas, el Museo Smithsonian de Washington, que se ufana de ser el mayor del planeta, calificaba “la racionalidad, la objetividad y la cultura de trabajo” como “valores blancos”. En varios distritos de Canadá, las autoridades locales recomiendan que las instituciones académicas locales incorporen a los cursos científicos los saberes tradicionales de los “pueblos originarios”.


Los dirigentes chinos estarán mirando todo eso con una mezcla de perplejidad y placer; perplejidad, porque les parecerá delirante, placer porque quieren que su país deje atrás a Estados Unidos en la carrera científica, algo que, con la ayuda entusiasta de muchos norteamericanos, podría hacer en el futuro no muy lejano.


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