El dilema de los calmucos
Por Aleardo Fernando Laría
Es un hecho percibido por una gran mayoría que las sociedades contemporáneas se están fracturando. En el centro, en los países desarrollados, por la llegada masiva de extranjeros o las reivindicaciones de los grupos separatistas. En la periferia, en los países aún no desarrollados, por la flagrante extensión de la pobreza. Como afirma el joven ensayista y periodista español José María Ridao («La elección de la barbarie», Tusquets Editores), estamos ante el dilema irresoluble en que se encontraron los calmucos, según la descripción que Thomas de Quincey hace en «La rebelión de los tártaros»: llegados a la mitad del camino que se proponían recorrer, y conscientes de los enormes sacrificios que les aguardaban, tenían tantos motivos para seguir como volver hacia atrás. Y lo más dramático es que no existía ningún argumento racional capaz de resolver el dilema en favor de los partidarios de una u otra opción. Quienes proclaman la singularidad de este momento, la necesidad de sobrellevar nuevos sacrificios para acomodarnos a la marcha retórica de los nuevos tiempos, deben ahora aclarar una cuestión relevante: el sentido, la determinación de hacia dónde nos dirigimos.
Los tres discursos que desde la caída del Muro de Berlín aseguran el inicio de una historia rigurosamente inédita han sido el mensaje de Francis Fukuyama y su fin de la historia; el de Huntington y su choque de civilizaciones y el Giddens y su globalización inevitable, guiada por el cambio tecnológico. En todas estas visiones la humanidad se enfrenta a una realidad cuyo peso reduce al extremo el margen de maniobra de la voluntad de los ciudadanos. Pero como advierte Ridao, la historia puede llegar a su término, pero no porque triunfe el capitalismo y la democracia liberal, como asegura Fukuyama, sino porque se haga de una vez por todas la justicia sobre la Tierra. Todas estas nuevas utopías comparten con las viejas utopías dos de las ideas que han provocado el mayor dolor de la humanidad: la de que el futuro está escrito de antemano y la de que para alcanzar ese futuro es legítimo sacrificar a una generación para que otra obtenga los hipotéticos beneficios.
Ridao recupera algunos pasajes de la obra de Friedrich von Hayek y otros afamados liberales para emplear contra el mito de la globalización los mismos argumentos que aquéllos empleaban contra la planificación socialista. Hayek sostenía que en la planificación «se cultiva deliberadamente el mito de que nos vemos embarcados en la nueva dirección, no por nuestra propia voluntad, sino por los cambios tecnológicos… Crece el convencimiento de que […] la dirección (de la economía) tiene que quedar fuera de la política y colocarse en manos de expertos». Popper alertaba contra «los siniestros demonios económicos que se mueven arteramente entre bambalinas» y afirmaba que los debemos domar, para lo cual «debemos construir instituciones para el control democrático del poder económico y para nuestra protección contra la explotación económica». Para ambos autores no existen leyes económicas que determinen el futuro y por lo tanto, la crítica a la ortodoxia imperante en una época no puede equipararse automáticamente al error. Ridao se pregunta si bajo la tranquilizadora etiqueta de «neoliberalismo» no se escondería en realidad una nueva agresión a los principios del liberalismo, una depreciación del individuo y su autonomía frente a unas fuerzas que se magnifican y se pretenden fuera de cualquier control humano, idéntica a la que denunciaban Hayek y Popper.
El problema de las sociedades contemporáneas es que se ven embarcadas en una dirección que no han escogido, sobre la que los ciudadanos ya no pueden pronunciarse. Se acota un espacio, el del mercado, que se declara incompatible con la intervención de las instituciones y a partir de ese espacio se justifican políticas que tienen profunda incidencia en la vida de los ciudadanos. De esta manera «la globalización constituye un nuevo y brutal ataque contra las ideas de ciudadanía y liberalismo, simétrico al perpetrado desde la planificación inspirada por el socialismo marxista». Desde el momento en que la globalización (como antes la planificación) se propone llegar a una meta que corresponde a las leyes de la economía y no a las decisiones libres de los individuos, la política se queda sin espacio. Los avances tecnológicos sirven así de coartada, al eximir a los gobiernos de cualquier responsabilidad frente a decisiones que inspiradas en el Consenso de Washington han propiciado la desregulación de los flujos financieros, la liberalización del comercio internacional y el desmantelamiento de los sistemas de bienestar.
Lo preocupante es que la actual deriva autoritaria de los Estados democráticos no sea un fenómeno meramente coyuntural. Estaríamos así frente a un nuevo estadio, donde el Estado acentúa su carácter represivo y vuelve a colocar a la disidencia en el terreno de la ilegalidad. Para José María Ridao podríamos estar así «ante algo más definitivo y monstruoso: ante un nuevo suicidio de la tolerancia, guiado una vez más por los profetas de la nueva era y del nuevo comienzo».
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