El impuesto a las “ganancias”

ALEARDO F. LARÍA (*)

Un juez del Superior Tribunal de Justicia de Río Negro recientemente designado, frente a la pregunta de un periodista, afirmó que le parecía razonable que los jueces no fueran alcanzados por el Impuesto a las Ganancias. Añadió que, en su opinión, ningún trabajador en relación de dependencia debía tributar Impuesto a las Ganancias, puesto que “la venta del esfuerzo personal no es una ganancia”. La debilidad del razonamiento queda al descubierto si pensamos que bastaría con cambiar la denominación para neutralizar el argumento. En otros países, como por ejemplo Cuba, el “impuesto a las ganancias” se denomina “impuesto a los ingresos personales”, una fórmula que resulta mucho más ajustada a su forma de aplicación. Una de las causas que contribuyen a esta confusión es que en la Argentina se utiliza el mismo impuesto para gravar la renta de las personas físicas y la de las personas jurídicas. Esto no acontece en otros países, como por ejemplo España, donde el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF) está separado y es independiente del Impuesto a las Sociedades (IS), que es el que abonan las empresas por las utilidades netas que obtienen en el desarrollo de su actividad. En los países europeos la base imponible del impuesto a la renta son los ingresos que obtienen las personas naturales por desarrollar algún tipo de actividad –cuarta categoría en la Argentina– como por percibir algún tipo de renta (intereses, alquileres o dividendos) –primera y segunda categoría en la Argentina–. En la inmensa mayoría de los países está concebido como un impuesto personal que se aplica a todos los perceptores de rentas en forma proporcional a los ingresos obtenidos: a mayor renta, mayor es la alícuota del impuesto. El impuesto a la renta de las personas físicas es el impuesto directo más importante de cualquier sistema tributario. Su extensión indica el grado de cultura fiscal que posee cada sociedad. En la Argentina el peso de este impuesto es muy débil (16% de la suma total de la recaudación frente al 36% en Chile) y recae en gran medida sobre las empresas (80%), con un impacto muy limitado sobre las personas físicas (20% del total recaudado). Por otra parte, en la Argentina no están gravadas las rentas del capital ni las financieras ni las plusvalías por incremento en el precio de venta de los activos físicos y financieros. Una situación muy anómala a la que no han puesto fin nueve años de “gobiernos progresistas”. Los sindicatos se quejan del retraso del monto del mínimo no imponible, que no se actualiza pese a la elevada inflación. Tienen parte de razón pero, para tener un cuadro completo, debe señalarse que en la Argentina los contribuyentes de la cuarta categoría son sólo alrededor de un millón y medio de trabajadores mientras que en España, con una población similar a la de la Argentina, suman 20 millones los declarantes de este impuesto (87% son trabajadores en relación de dependencia y el resto, autónomos o perceptores de otras rentas). Por otra parte, actualmente la alícuota máxima asciende en España al 52% para ingresos superiores a 300.000 euros, mientras que en la Argentina se mantiene muy baja, en el 35%. Otro factor que hace a la estructura tributaria argentina muy regresiva se debe al predominio de los impuestos indirectos, especialmente el IVA, que tiene una altísima alícuota (21%) que se aplica también a los alimentos básicos, medicinas y vestimentas. En los países desarrollados la alícuota para alimentos y medicamentos no supera el 10% (Alemania el 7%, España el 8% y Francia el 3,8%). Resulta un contrasentido que en la Argentina la alícuota al consumo de productos tan sensibles duplique o triplique la que aplican países desarrollados. El sistema tributario argentino reposa, además, en tributos que desalientan la producción, el empleo formal y las exportaciones. Impuestos como los Ingresos Brutos, a los activos productivos, al gasoil, al cheque, las retenciones a las exportaciones y a la emisión monetaria sin respaldo (impuesto inflacionario) son claramente distorsivos. A ello debe sumarse una elevada evasión fiscal, que eleva la presión fiscal sobre los que cumplen con las obligaciones fiscales, y un uso deficiente por parte del Estado de los recursos recaudados, lo que genera una reacción adversa y defensiva de los contribuyentes que lo consideran como un justificativo de la evasión. En este contexto tan anómalo se suma el privilegio de los jueces. No conocemos ningún lugar del planeta donde los jueces estén eximidos de pagar el impuesto a los ingresos personales. Los jueces, al igual que el resto de los habitantes, circulan por carreteras y calles con sus automóviles, envían a sus hijos a la escuela pública o acuden a los hospitales del Estado. También reciben la protección que dispensan las fuerzas de seguridad y el amparo de la Justicia cuando deben formular una reclamación o efectuar una denuncia como simples particulares. Todos estos servicios públicos se financian con impuestos, entre ellos los directos como el de “ganancias”, de modo que es absurdo argumentar que algunos de los usuarios de esos servicios universales deben quedar eximidos de la contribución a financiarlos. La sola idea de que exista una casta de brahmanes privilegiados, eximidos de efectuar la carga que soporta el resto de los ciudadanos, repugna y resulta contraria al principio de igualdad ante la ley. De allí que la resistencia numantina de los jueces a pagar los mismos tributos que el resto de los ciudadanos es agraviante por partida doble: primero, porque entraña consagrar un privilegio y, en segundo lugar, porque son justamente los jueces los que deberían cuidar la imagen de la aplicación imparcial e igualitaria de la ley. Si, como decía Einstein, lo más difícil de entender en el mundo es el impuesto sobre la renta, más difícil resulta todavía comprender el extravagante privilegio que aún conservan los jueces argentinos. (*) Abogado y periodista


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