¿El juego del calamar o del cangrejo?
El juego del calamar, la serie más vista de la historia de Netflix, quizás también sea una de las demostraciones más obscenas del capitalismo salvaje.
Lejos de pretender ser una profunda reflexión sobre la naturaleza humana, es un deglutido producto de mercado que busca aguijonear los nervios sensibles de la sociedad moderna.
Es que la tira surcoreana encierra tras de sí una verdadera metáfora: la del propio director y creador Hwang Dong-hyuk, quien en un metalenguaje poco habitual, encuentra la fórmula para pasar de pobre a millonario sin morir en el intento.
Para ello recurre a la innovación creativa, es decir a advertir patrones que ya han sido exitosos y modificar algunos de sus componentes para lograr un cocktail desprejuiciado y atractivo.
Quien no ha visto en algunas escenas de esta historia trazos de Los juegos del hambre, de La casa de papel, de la trituradora de carne de The Wall o de Battle Royale.
Se podrá decir que este guión se escribió con anterioridad, pero también que se decidió emitir cuando todos estos otros títulos supieron de la aceptación masiva.
Pero si a tales ingredientes le agregamos grageas maniqueas de amor y de odio, riqueza y pobreza, lealtad y traición o el todo y la nada, el resultado obtenido no debiera sorprender.
Hasta allí podríamos hablar de un grandísimo negocio montado sobre la base de un estudio minucioso del consumidor actual.
Más donde la historia no tiene límites claros y preocupantemente amaga con descarrilar, es cuando se piensa al niño como destinatario del producto.
Ya desde las primeras imágenes en sepia, la historia trasunta los juegos de la infancia como un señuelo que, desde la emoción, a casi nadie puede resultar indiferente.
Más que ello luego mute en una banalización de la muerte, edulcorada en una suerte de Disneylandia del terror, es algo que sí debiera llamara a la reflexión.
Resulta sorprendente cómo padres, en su afán de congraciarse con sus hijos menores, comparten con éstos la serie y que luego estos últimos propongan, bajo idéntico formato, replicar dichos juegos en la escuela.
También cómo hoy en algunos shoppings se proponen actividades del tipo, como la muñeca exterminadora, en tren de ganar la simpatía del público infantil.
Es que el juego tiene una trascendencia formativa inigualable. A partir del mismo, los niños se relacionan con sus pares y con los adultos. Es desde allí donde comienzan a elaborar por sí, a representar y a conocerse así mismos.
Ese “como si” es precisamente la mayor belleza que guarda lo lúdico, en una invitación cómplice y permanente a despertar la creatividad.
“Con el juego no se juega” y “el juego es una cosa seria”, dicen los expertos en la materia, a sabiendas del valor sin par de dicha herramienta pedagógica. A su vez quienes hemos sido formados en el deporte, sabemos que el juego es capaz de decir mucho más que las palabras.
Nuestros formadores en Educación Física Infantil, como el recordado profesor Miguel Altabas, repetían hasta el cansancio: “Hay que matar al juego antes que el juego muera”, en su denodado intento por que el mismo nunca aburriera.
Pues bien el juego del calamar apuntado hacia los niños, es matar al juego antes de que comience.
En el del calamar, el juego lo gana uno de los más ingenuos. El mensaje puede ser leído como una forma de congraciarse con ciertos aspectos nobles del personaje o como una estrategia marketinera a favor de quienes realmente lucran con ello.
Nadie puede jugar dentro de una cárcel, nadie puede jugar con sangre, nadie puede jugar sin libertad, nadie puede jugar verdaderamente, sin placer.
En la medida de que se piense al niño como un consumidor, en lugar de una persona a quien educar, “jugaremos” a ser cangrejos en lugar de calamares.
* Abogado. Prof. Nac. de Educación Física. Docente Universitario. angrimanmarcelo@gmail.com
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