El material del tiempo

Vaya a saber por qué, durante varios años Antonio no se movió de aquella ciudad del sur.

En los últimos meses una sensación de vacío se le iba acumulando en algún lugar.

Con el tiempo aquel hueco se llenó de fantasmas amigables. Se debían sentir cómodos, porque comenzaron a multiplicarse.

Cuando aquella convivencia fue trocando en angustia, fue necesario hacer algo y a los fantasmas no resulta echarlos. En realidad se van solos cuando el lugar les comienza a ser ajeno.

Fue así que Antonio y sus fantasmas decidieron viajar a la Capital. Todos por el precio de un solo pasaje. Allí habría muchos recuerdos que saldar; llanuras de pasto fresco para sus fantasmas.

Cabían dos posibilidades: o los asientos de los micros eran cada vez más incómodos o el cuerpo de Antonio era cada vez menos elástico. Evitando pensar que lo segundo era lo más probable, trataba de encontrar intersticios entre caños para acomodar los pies, buscando que el apoyabrazos no castigara sus riñones y disipar la idea de que el plástico donde apoyaba la cabeza estaba lleno de microbios, ácaros y caspa ajena.

El sueño se impuso con dificultad.

Cada tanto era inevitable abrir un ojo y ver las luces vertiginosas de la ruta. El malnacido del chofer aceleraba como si fuera un auto de carrera aquella mole de hierro que se bamboleaba al pasar autos y camiones. Durante el sueño de sus pasajeros tenía que compensar el tiempo perdido al conducir prudentemente durante el día. Antonio sólo atinaba a corroborar la luz roja de la ventanilla de emergencia con un único ojo para volverlo a cerrar, lentamente, vencido por el destino inevitable de una muerte entre hierros retorcidos o simplemente por el sueño.

Los fantasmas de Antonio no dormían; eran las horas de más actividad. Pintaban recuerdos en sepia en forma atolondrada y confusa, como suelen hacer los fantasmas: su querido abuelo, la casa de la infancia y los perfumados paraísos en primavera. Cada tanto elegían algo del melancólico collage y sin editar, lo transformaban en un clip onírico.

Antonio no había pensado en despertarse a las cuatro de la madrugada, pero eran las tres y media y ya se estaba restregando los ojos. Estaba llegando a Bahía Blanca, la mitad del viaje, y desde algún lugar sabía que no podía perderse esa entrada.

Sólo en el doble asiento, se alejó lo más posible de la ventanilla como para sentir la sensación de ver pasar imágenes en una pantalla.

Ninguno de los movimientos que abordaban a Antonio estaba premeditado. Una parte de él se asombraba de cómo la otra se disponía a disfrutar de sensaciones con la seguridad de ser las tan ansiadas. Algo dentro de él conocía detalles que el resto ignoraba.

De a poco comenzaron a pasar esas casas que en ese mismo instante se dio cuenta de cuánto añoraba ver. Las clásicas construcciones de más de cincuenta años pasaban por su vista calmando vaya a saber qué hambre atrasada. Entradas con frisos clásicos, gastados escalones de mármol y grandes puertas de roble con llamadores de bronce. Pequeños zaguanes de pequeñas ventanas con celosías de hierro. Cemento otrora blanco, hoy gris y hasta verde de moho. Veredas de amarillas baldosas hermosamente onduladas por las raíces de árboles frondosos. Plazas con fuentes. Balcones con barandales de hierro forjado que encerraban horas y horas de fuego en cada curva; curvas delicadamente forzadas por el brazo rústico y tiznado de su forjador.

Antonio había nacido en la Capital y mas allá de calmar sus recuerdos alborotados, ansiaba reencontrarse con la materia que modelaba las ciudades centenarias. Con los objetos.

Aquéllos, donde la erosión civilizatoria dejaba cicatrices.

Aquellos que habían dejado de ser viejos en el tiempo para transformarse en antiguos con la historia.

Nunca pensó que esta ausencia despertara tan famélica ansiedad.

Quizás porque en algunas ciudades de la Patagonia el presente es casi todo el tiempo. Los materiales aún no midieron su nobleza ante los años. Todo está por verse. En algunas, incluso como para exorcizar el paso del tiempo, no dejan que los árboles crezcan. Continuamente los cortan.

Los semáforos dibujan una zigzagueante y titilante huella en el pavimento mojado.

El siseo de los neumáticos del micro despierta la necesidad de oler el ozono. El aire fresco y húmedo del mar entra como un bocado por la ventanilla.

Horacio Licera

Licera@journalist.com


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