El problema de fondo

¿Aprovecharemos lo que podría ser la última oportunidad para reaccionar con racionalidad frente a una crisis exasperante?

La causa básica de la debacle argentina no consiste en la deuda pública, el tipo de cambio, la recesión, el desempleo masivo o los errores cometidos alegremente por generaciones de políticos, sino en la falta de una visión coherente, a la vez atractiva y realista, de lo que podría ser el país en el mundo actual. Hasta ahora cuando menos, los planteos que han sido aplaudidos por un porcentaje significante de la ciudadanía han resultado fantasiosos y por lo tanto inútiles, mientras aquellos que, a juzgar por la experiencia de virtualmente todos los demás países, podrían funcionar han sido rechazados con indignación por todos, salvo los integrantes de una minoría pequeña y aislada. Asimismo, aunque muchos grupos han procurado redactar un «proyecto nacional», todos los ejercicios en este sentido han resultado estériles, porque el vacío no puede ser llenado con «planes» cuidadosamente elaborados que, como es natural, siempre responden a los intereses de sectores determinados. Tales aportes -algunos de los cuales puede haber sido respetables, pero otros han sido claramente estrafalarios- son a su modo síntomas del mal: para que un «proyecto» aglutine a una comunidad permitiendo a sus integrantes dirigirse hacia un fin común es necesario que sea tácito, que sea tan evidente que sólo a una minoría de especialistas en tales asuntos se le ocurriría intentar definirlo.

Para la Argentina, pues, y también para muchos otros países, la gran pregunta es: ¿aprovecharemos lo que bien podría ser la última oportunidad para reaccionar con racionalidad y decisión frente a una crisis exasperante que de prolongarse mucho más terminará destruyendo al país? ¿O continuaremos negándonos a asumir la gravedad de la situación, resignándonos al «default» como si se tratara de un desastre natural ineludible contra el cual sería vano intentar luchar? Por extraño que parezca, es por lo menos posible que al fin el país esté por hacer un esfuerzo por salvarse del destino nada agradable que a juicio de tantos le espera. Aunque, como era previsible, «los mercados» no tardaron en manifestar su desaprobación del paquete de medidas que fue presentado el jueves por el presidente Fernando de la Rúa y el ministro de Economía, Domingo Cavallo, la actitud de «los políticos», categoría que abarca no sólo a los dirigentes locales, sino también a los líderes del Grupo de los Siete, es decir, de los países más ricos y poderosos del planeta, ha sido muy distinta porque comprenden que está mucho más en juego que los intereses inmediatos de los inversores. No es que dichos intereses carezcan de importancia -por el contrario, es de esperar que un día la mayoría de los inversores tenga motivos para agradecer la decisión del gobierno de procurar salir del brete «reestructurando» compulsivamente la deuda-, es que en las circunstancias actuales privilegiar el corto plazo podría no sólo arruinarlos sino también provocar una serie de catástrofes económicas, sociales y políticas de consecuencias trágicas para millones de personas.

Entre aquellos que se mostraron entusiasmados por el «plan» están Eduardo Duhalde y Raúl Alfonsín, quienes lo tomaron por un «cambio de rumbo». En vista de los antecedentes de este dúo, el apoyo que han expresado podría motivar más inquietud que complacencia, pero acaso se haya debido menos a la «heterodoxia» de Cavallo que a la conciencia de que se veían ante una oportunidad irrepetible para abandonar con elegancia la prédica inflacionista que tanto contribuía al hundimiento del país. Asimismo, voceros de otros sectores acostumbrados a hacer gala de un negativismo apocalíptico han comenzado a encontrar méritos en la estrategia oficial. Sólo se trata de palabras, pero puesto que el oposicionismo cada vez más feroz del grueso de los políticos, intelectuales, eclesiásticos y empresarios ha estado privando al país de su capacidad para mantenerse a flote, si su reacción presagia un cambio de actitud por parte de una «clase dirigente» que se ha habituado a desempeñar un papel meramente crítico, como si le correspondiera frustrar todas las iniciativas positivas, el país tendrá por fin la posibilidad de salir del abismo en el que está ahogándose.


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