Exclusivo Suscriptores

El racismo estructural de México

Josefa Sánchez Contreras *


Las violencias contra las mujeres indígenas de la montaña están más arraigadas en las relaciones de dominación estructural de orden económico, político y agrario.


El caso de las niñas indígenas de la montaña alta de Guerrero, en México, ha regresado de forma controvertida a la agenda mediática, en la cual se denuncia que son vendidas en matrimonio por sus propios familiares. Titulares como: “Venden niñas en Guerrero por ‘usos y costumbres’” y “’No quiero que me vendas’”: el drama del comercio de niñas indígenas en México” hacen alarde de este caso, que parece enclaustrado en una antigua visión racista con la que se suele retratar a los pueblos indígenas.

La controversia se ha visto atizada con la difusión de un fragmento de las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien dijo en conferencia de prensa que “lo de la trata y la prostitución infantil no es la generalidad de lo que sucede en las comunidades, como a veces se presenta en los medios de información: ‘En la montaña de Guerrero se venden a las niñas’. No. Puede ser la excepción, pero no la regla. Porque hay muchos valores en los pueblos”.

Este relato esconde intereses e intenciones políticas. Pero ante la vorágine del ruido sobre el tema, hay que precisar que “la dote” es un ritual matrimonial de reciprocidad que se ejerce en varias comunidades indígenas de México, que es nombrada también como una práctica de usos y costumbres y que no puede ser equiparable ni traducida como la venta y la prostitución de niñas entregadas para contraer matrimonios con hombres que les duplican o triplican la edad.

Son dos hechos distintos que -a ojos externos- pueden ser difíciles de distinguir, pero que se utilizan en una campaña apabullante que insiste en condenar a un endilgado ritual de usos y costumbres como el eje central de la violencia ejercida contra los derechos humanos de las niñas y las mujeres. Esta tendencia nos recuerda el lugar común en el que nos suelen situar a los pueblos indígenas: en el eterno conflicto entre modernidad y tradición, entre civilización y barbarie.

Es necesario ir más allá de esta dicotomía racista, pues esta alimenta el linchamiento que se ejerce contra los modos de vida de los pueblos indígenas al considerarlos como bárbaros y cuyas costumbres atentan a los derechos universales, pero tampoco se trata de escudarse detrás de la imagen del buen salvaje para omitir las violencias que se viven dentro y fuera de las sociedades comunitarias.

Cuando se habla sobre las niñas indígenas de Guerrero, supuestamente vendidas por sus propios padres, es necesario mencionar la doble violencia ejercida contra las mujeres y contra los sistemas comunitarios.

La primera violencia es de orden estructural y debe leerse desde un entramado de relaciones de dominación capitalista, colonial y patriarcal. Edith Herrera Martínez, antropóloga y originaria del pueblo Na Savi (mixteco) de Guerrero, me dijo a: “La dote se está leyendo fuera de su dimensión histórica, y la violencia que atravesamos las mujeres indígenas se está descontextualizando y generalizando como una práctica presente en todos los pueblos Nu Savi”.

Por tanto, las violencias contra las mujeres indígenas de la montaña están más arraigadas en las relaciones de dominación estructural de orden económico, político y agrario antes que en un supuesto pacto ancestral de usos y costumbres. Hay que señalar como violencia la deuda histórica del Estado mexicano para con las mujeres indígenas en materia agraria, donde los derechos del acceso a la tierra siguen siendo una demanda pendiente.

En términos económicos los municipios de Metlatonoc y Cochoapa El Grande, que son los principales señalados por la “venta de niñas”, son también los principales proveedores de mano de obra jornalera en los campos agrícolas del norte del país, donde las condiciones de las trabajadoras son precarias. Y si hablamos de violencia física, sexual y reproductiva, debería ser un escándalo los métodos de anticoncepción forzada y control biopolítico experimentados por los cuerpos de las mujeres mixtecas de la montaña en 2014, como lo registró una jornada médica convocada por organizaciones sociales independientes.

El segundo tipo de violencia es la narrativa racista que se escuda en los derechos humanos para denostar a los pueblos como bárbaros, mientras se recurre a la imagen de una mujer indígena como desprovista de agencia e imposibilitada de acción. Esta violencia ciñe su origen al antiguo “derecho de conquista”, que considera a los indios como inmaduros y menores de edad, cuyas prácticas deben ser sometidas a los marcos civilizados.

De ahí nacen los discursos que recientemente han sido retomados por las vertientes ultraderechistas tanto en México como en España. No es casual que estemos instalados en esta controversia ruidosa cuando en el escenario global los pueblos indígenas están siendo un referente ante la profunda crisis ambiental. Lo que afirmo no es una exageración si consideramos que 80% de la riqueza biodiversa de la Tierra se halla en territorios indígenas. Sin duda, esto amenaza a algunos sectores económicos y políticos cuyas lógicas extractivistas violentan los derechos humanos.

Una franca apelación a los derechos humanos para los pueblos indígenas no debería contraponerse a sus sistemas de gobierno, a sus formas organizativas y a sus modos de vida, pues han sido justamente sus sistemas de justicias comunitarias las expresiones de un pluralismo jurídico que han reforzado la defensa del territorio y de la vida misma de las mujeres, niñas, niños y hombres de la montaña.

* Doctorando en Estudios Mesoamericanos en la UNAM. The Washington Post. (Texto resumido)


Adherido a los criterios de
Journalism Trust Initiative
<span>Adherido a los criterios de <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Nuestras directrices editoriales

Comentarios