El sueño de Europa

En el mundo que nos toca vivir, los únicos países que abrirían sus fronteras serían aquellos en los que nadie quisiera entrar.

Aunque los argentinos estarán con toda seguridad entre los menos perjudicados por la nueva y más severa «ley de extranjería» española, por ser expertos en tales menesteres algunos se las han arreglado para encabezar las protestas que se han organizado en ciudades como Barcelona y Madrid, con la esperanza de obligar al gobierno de José María Aznar a adoptar una actitud más permisiva hacia los aproximadamente 250.000 «sin papeles» que viven en su país. Su militancia puede entenderse: para muchos argentinos, sobre todo si son descendientes de inmigrantes relativamente recientes, España se ha convertido en una suerte de tierra de promisión a pesar de que su índice de desocupación sea comparable con el nuestro y los subsidios sociales disten de ser generosos. Con todo, si bien el gobierno español ha insistido en que no es su intención emprender una «cacería de ilegales», la cual implicaría la expulsión de por lo menos algunos argentinos, de producirse una reacción popular contra las movilizaciones callejeras la situación de los extranjeros – aunque no necesariamente de los argentinos- no podría sino agravarse. Asimismo, aun cuando las autoridades españolas optaran por abrir las fronteras tal como están reclamando los defensores más vehementes de los derechos de los recién llegados, se enfrentarían en seguida con los gobiernos de otros países de la Unión Europea en que la proporción de inmigrantes, documentados o no, ya es cinco veces mayor y propende a aumentar a un ritmo muy rápido.

En un mundo «globalizado» ideal no habría barreras de ninguna clase contra el movimiento libre de las personas, pero en el que nos ha tocado vivir los únicos países que procurarían mantener abiertas sus fronteras serían aquéllos en los que nadie quisiera entrar. Los demás continuarán tratando de limitar la inmigración y es de prever que las reglas se hagan cada vez más rígidas porque, de lo contrario, Europa Occidental, América del Norte y Australia no tardarían en ser «invadidas» por millones, acaso decenas de millones, de personas procedentes de países del «Tercer Mundo» como China, la India, Pakistán, Afganistán, Turquía y, claro está, amplias zonas africanas azotadas por guerras civiles, hambrunas y plagas. También lo sería, si bien en menor medida, la Argentina, lo cual plantearía graves problemas a una sociedad en la que abundan funcionarios provinciales deseosos de impedir que compatriotas de otras partes del país se trasladen a su jurisdicción.

Para los más de cinco mil «sin papeles» argentinos que están probando suerte en España, sería muy bueno que el gobierno de Aznar decidiera flexibilizar al máximo las regulaciones inmigratorias, pero esto no quiere decir que la Argentina misma se vería beneficiada por una política más amistosa. Como suelen subrayar aquellos europeos y norteamericanos que simpatizan con los inmigrantes, éstos siempre han constituido un grupo humano de valor excepcional caracterizado por la voluntad de sus integrantes de correr riesgos, de trabajar con tesón por salarios bajos a fin de establecerse en un ambiente poco hospitalario y, en el caso de los inmigrantes oriundos de Asia oriental, de nivel educativo superior, motivos por los cuales a los países avanzados les convendría darles una bienvenida más amable aunque carezcan de «papeles». Sin embargo, por razones idénticas se trata de la clase de gente que los países pobres no pueden darse el lujo de perder.

Irónicamente, ni los líderes de las organizaciones formadas por los inmigrantes ilegales mismos ni los personajes por lo común progresistas que se han solidarizado con ellas son notorios por su compromiso con el individualismo liberal. Antes bien, con escasas excepciones se afirman contrarios al liberalismo en todas sus variantes y al poder en su opinión excesivo de los países ricos. Así las cosas, lo lógico sería que se opusieran a la inmigración masiva por entender que supone el fortalecimiento de los países ya fuertes a costa de los más débiles cuyo futuro será sombrío a menos que logren retener a sus habitantes más talentosos, pero, claro está, pocos se interesan demasiado por el destino de los países de origen de quienes por ahora conforman una suerte de nuevo proletariado en Europa y los Estados Unidos.


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