El último dictador bueno
Por James Neilson
Cuba es un país depauperado de influencia bastante escasa pero, a diferencia de otros de condición similar, ocupa un lugar de privilegio en la imaginación de muchísimos políticos argentinos, entre ellos luminarias de la talla de Raúl Alfonsín. ¿Es que son comunistas? Algunos sí lo son, pero sería absurdo acusar a Alfonsín y sus allegados de ser simpatizantes de Lenin, Stalin o Mao. ¿Se sienten impresionados por la indumentaria castrense favorecida por el “comandante Fidel”? Tampoco. ¿Desprecian los derechos humanos? Claro que no: nada los entusiasma más, son los partidarios más fogosos del respeto por la dignidad ajena que haya conocido el país.
Lejos de ser marxistas, militaristas o autoritarios proclives a aplaudir a un personaje que se las ha arreglado para permanecer más de cuarenta años en el poder sin brindar a sus compatriotas la posibilidad de votar en su contra en elecciones libres, los fidelistas locales, aquellos políticos e intelectuales que protestan con indignación cuando el gobierno argentino de turno condena en un foro internacional las violaciones de los derechos humanos perpetradas por el régimen castrista, son demócratas fervorosos, la clase de gente que estallaría de ira si se enterara de un fraude menor cometido en un cuarto oscuro tucumano, antiautoritarios, civilistas cabales. Pero aunque “Fidel” encarna buena parte de lo que dicen repudiar, siguen apoyándolo con razonamientos por lo común tendenciosos y a veces escandalosos en su enfrentamiento con la democracia norteamericana.
Lo mismo que aquellos árabes que se solidarizan con Saddam Hussein aunque saben muy bien que es el responsable de la tortura y muerte de decenas de miles de individuos muy parecidos a ellos mismos, los amigos argentinos de Fidel anteponen la sangre, la hermandad de raza, el tribalismo, o lo que fuera, a los principios que juran les son sagrados. Muchos entenderán que si se vieran trasladados personalmente a Cuba, terminarían ya en una celda maloliente donde serían vigilados por matones que aquí engrosarían las filas de la “mano de obra desocupada”, ya sobre una balsa precaria rodeada de tiburones en el estrecho de Florida -a Fidel no le gustan ni los políticos burgueses de ideas vagamente humanitarias ni los intelectuales quejosos-, pero se niegan a permitirse inquietar por tales detalles. Para ellos, Cuba, es decir, Fidel, simboliza la resistencia latinoamericana a la arrogancia imperial norteamericana, de suerte que criticarlo por su forma de tratar a sus propios compatriotas -sus únicas víctimas- sería a su juicio un acto de traición, sentimiento que entiende muy bien el embajador cubano en la Argentina, que no ha vacilado en aprovecharlo hablándoles de “una puñalada en la espalda”.
Para algunos, Fidel es todo lo que les queda de su “utopía” sesentista: saben que “la revolución” es en buena medida una ilusión, que muchos logros atribuidos al régimen son ficticios porque, mal que les pese a prohombres como Carlos “Chacho” Alvarez, en 1958 Cuba, gobernado por un dictador amigo de Perón, no se asemejaba en absoluto a Haití -antes bien, disfrutaba de un nivel de vida comparable con la Argentina y era notorio su vigor cultural-, pero lo han estado proclamando desde hace tanto tiempo que ya les es tarde para cambiar de opinión. Reaccionarían con desprecio si un régimen derechista militar procurara seducirlos señalando que gracias a sus esfuerzos los servicios de salud han mejorado mucho en su feudo y que, de todos modos, hay muchos problemas en las democracias vecinas, pero por tratarse de Cuba dan a entender que tales logros son más que suficientes como para justificar cuarenta años de dictadura. Asimismo, el que la construcción de “utopía” pudiera suponer su propio exterminio no los molesta. Por ser cuestión de un “ideal”, jamás se han dado el trabajo de pensar en los pormenores prácticos.
Tanto los militares del Proceso como los fidelistas de esta parte del mundo concuerdan en que los derechos humanos son espléndidos en teoría, pero que en última instancia deberían subordinarse a la política. Según las circunstancias, algunos torturadores y asesinos son buenos, si bien habrán cometido “errores”, otros son malos, es así de sencillo. En base a este esquema, los militares consiguieron convencer a muchas personas de que sus críticos denigraban la Argentina como país, de ahí el lema “los argentinos somos derechos y humanos” con el cual fueron recibidos apenas veinte años atrás los miembros de un equipo de “inspectores” de la Organización de los Estados Americanos, una entidad que en aquel entonces era considerada “antiargentina” como hoy en día es denostada por “anticubana”. Los amigos de Fidel insisten en que preocuparse por los cubanos rasos que aún están en la isla equivale a hablar mal de Cuba como idea y de este modo ser colaboracionistas obsecuentes de Estados Unidos y el “neoliberalismo”. Por fortuna, a pesar de sus éxitos iniciales, no prosperó la tesis militar de que para ser lo que sus propagandistas llamaban un “buen argentino” era necesario pasar por alto los horrores que perpetraban a diario pero, así y todo, para una proporción nada desdeñable de los “progresistas” una versión reformulada de la misma filosofía ha conservado todo su encanto.
¿Sobrevivirá esta forma de ver las cosas al derrocamiento o, si éste no se produce, la muerte del dictador? Es poco probable que sea superada por completo: cualquier banda guerrillera que se afirma contraria al capitalismo tendrá asegurada la “comprensión” de algunos bien pensantes, sobre todo si viven lejos del campo de batalla. Con todo, es de prever que para todos, salvo los comunistas recalcitrantes que sigan fantaseando con grandes purgas, Fidel resulte ser el último dictador bueno, el último tirano latinoamericano tradicional que cuente con el apoyo apenas disimulado de una cantidad impresionante de políticos presuntamente democráticos. Estos continuarán sintiendo nostalgia por él, minimizando sus defectos y exaltando sus hipotéticos méritos, pero no levantarán su voz en favor de los comunistas grises que pelearán sin grandes esperanzas por su legado por tratarse de personajes desprovistos del carisma o de la aureola romántica que, lo mismo que el “Che” Guevara, posee Fidel.
Pues bien, aparte del atraso y un ejército de esbirros que mantendrán ocupada a la policía durante décadas: ¿cuáles serán los frutos a largo plazo de la revolución cubana? Puede que haya tenido algunas consecuencias positivas, aunque sólo fuera porque una vida espartana suele resultar más sana que una dedicada a la búsqueda frenética de la felicidad consumista, pero sorprendería que incluyera la independencia nacional. Por el contrario, al expulsar a Estados Unidos al grueso de la clase media, sin excluir a casi todos los políticos profesionales, los castristas habrán contribuido más a la plena integración de su país al imperio norteamericano de lo que pudiera haber hecho media docena de gobiernos fanáticamente “neoliberales” resueltos a entregar la mayor parte de la economía a financistas foráneos. Una vez “democratizada” la isla, a los odiados cubanos de Miami, muchos de ellos bilingües o, en el caso de los relativamente jóvenes, directamente anglohablantes, no les será demasiado difícil desplazar a la clase dirigente actual, fenómeno previsible que, de más está decirlo, no será achacado a Fidel sino a sus enemigos.
¿Les preocupa a los fidelistas el hecho de que con toda probabilidad el comandante Fidel haya hecho más que cualquier otro líder latinoamericano para asegurar la norteamericanización -peor, la miamización- de su país? En absoluto. Para los paladines de la cruzada contra Washington, lo que cuentan son las intenciones, los gestos y las palabras, no los resultados concretos. Se trata de un mal al parecer congénito de la región, un producto de la brecha enorme que separa a los gobernantes de los gobernados, que los esporádicos reencuentros jubilosos que se han celebrado para regocijo de ambos no han modificado en lo más mínimo, que está en la raíz de una serie al parecer inacabable de fracasos. Al fin y al cabo, los gobiernos existen para servir a los pueblos, permitiéndoles organizarse mejor en pos de objetivos deseables, no para protagonizar dramas ideológicos en el que el bien luche heroica pero inútilmente contra fuerzas malignas.
Cuba es un país depauperado de influencia bastante escasa pero, a diferencia de otros de condición similar, ocupa un lugar de privilegio en la imaginación de muchísimos políticos argentinos, entre ellos luminarias de la talla de Raúl Alfonsín. ¿Es que son comunistas? Algunos sí lo son, pero sería absurdo acusar a Alfonsín y sus allegados de ser simpatizantes de Lenin, Stalin o Mao. ¿Se sienten impresionados por la indumentaria castrense favorecida por el “comandante Fidel”? Tampoco. ¿Desprecian los derechos humanos? Claro que no: nada los entusiasma más, son los partidarios más fogosos del respeto por la dignidad ajena que haya conocido el país.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios