El viaje cosmético
Las modelos han ido deviniendo en emblemas de la "carne argentina", como antes lo eran las vedettes. Quizás ellas representan una metáfora prostibularia aceptable para la gran familia nacional, y en esa metáfora pueda atisbarse el hecho de que todas las relaciones sociales en este país se han vuelto "prostibularias": todo está para comprar o vender, desde las empresas estatales a la capacidad laboral o la moral del empleado público.
Al menos, hasta 1989, el viaje espacial había alcanzado la cúspide de la fantasía colectiva de la humanidad en este siglo. Veinte años antes, en 1969, cientos de millones de ojos habían admirado la conquista de su primera escala. Los años noventa han bajado a tierra ese sueño y la epopeya científico-técnica destinada a «conquistar el cuerpo» lo ha sustituido: lectura del mapa genético, transubstantación de la carne en alambiques de clonación, mejoramiento tecnológico de los órganos, cirugía plástica, silicona inyectable al cuerpo a manera de vacuna contra el rechazo social. Los síntomas abundan. Mientras el viaje a la Luna fue el fruto acerado que germinó a causa de la Guerra Fría, del gigantismo social y de la unicidad del proyecto político-colectivo humano, el actual viaje estético-tecnológico resulta un «sueño» tan individual como sintomáticamente banal, aunque el malestar que pretende apaciguar nada tenga de superficial.
Los años ochenta fueron dominio de la erótica, la gimnástica y la dietética. Tres saberes que se encastraron al cuerpo de los argentinos, pertrechándolos para los imprescindibles ejercicios cotidianos en los órdenes afectivos, laborales y políticos. La extensión de esas prácticas -de rango cuasi militar- y su articulación con industrias que ofrecían consejo, accesorios e ilusiones, señalaban la adopción de una novedosa imagen social del cuerpo, muy distinta de los cristos sufrientes, santos martirizados y vírgenes maternales ante los cuales desfilaban -como ante un severo espejo- los feligreses en las iglesias, y eso en una época ya casi desvanecida.
Pero la obsesión por la belleza, el cuerpo saludable y por la postergación del envejecimiento suele responder a causas ocultas. Muchas cosas cambiaron en esta década. La creciente sensación de futuro incierto para este país y las intensas presiones económicas y culturales sobre el habitante se descargaron imperceptiblemente sobre el cuerpo, antes tratado como «fuerza de trabajo» y ahora obligado a dar pruebas continuas de su performatividad económica y emocional: el cuerpo pasó a ser valorado como «fuerza de apariencia». De allí que la metamorfosis de la cirugía reconstructiva en intervención estética exponga el desvío que va de un saber asociado al accidente laboral o a la herida de guerra a la sofisticación cosmética, así como la evolución que llevó del trasplante de corazón y el implante de un marcapasos al injerto de siliconas y el recetario de anabólicos revele la mutación de la necesidad vital en ansias de performatividad social. Si por un lado, la articulación entre belleza y tecnología quirúrgica evidencia los temores actuales a la carne corruptible tanto y resulta un índice analizador del desarrollo desigual de las experiencias colectivas en asuntos de tecnología y moral, por el otro revela la más preocupante emergencia de «biomercados» y de incipientes disputas comerciales acerca de la «propiedad» del material genético. El capitalismo ya reclama, en sentido estricto, su «libra de carne». Toda esta alquimia genética muestra un cambio de estatuto en la ciencia: del juramento «prometeico» al «faústico». En un caso se roban saberes para mejorar moralmente -y no sólo técnicamente- a la humanidad, en el otro se actúa a la manera del aprendiz de brujo, que deja salir de la botella a un genio que luego no sabe si podrá controlar. «Si puede hacerse, se hace»: tal es la consigna de personas dotadas de conocimientos técnicos muy sofisticados pero de reservas morales, religiosas y culturales muy pobres.
Mientras tanto, las modelos han ido deviniendo en emblemas de la «carne argentina», como antes lo eran las vedettes. Quizás ellas representan una metáfora prostibularia aceptable para la gran familia nacional, y en esa metáfora pueda atisbarse el hecho de que todas las relaciones sociales en este país se han vuelto «prostibularias»: todo está para comprar o vender, desde las empresas estatales a la capacidad laboral o la moral del empleado público. En el burdel, como en la fábrica y la oficina, se realizan acciones mecánicas. Una equivalencia posible. Del mismo modo, todas las mujeres que han pasado por el quirófano cosmético están condenadas a envejecer iguales -como un rostro «barbie»-. Un equivalente identitario universal, al igual que el dinero que paga esas mutaciones faciales.
En una economía flexibilizada, en un país que ha destrozado la idea sarmientina de nación, con habitantes que apenas pueden proyectarse hacia el futuro, condenados a idolatrías menores, a recurrir a la moneda como lugar común, a realizar apuestas que no están sostenidas en el talento de cada cual, la experiencia colectiva se hace dura, cruel, carente y por momentos delirante. Cada persona está sola junto a su cuerpo descarnado, aquello en lo que, en última instancia, se sostiene. El «viaje cosmético» nos revela el peso que arrastramos, el esfuerzo que hacemos por existir en la Argentina. Pero lo que no se logra por los medios tradicionales de la dignidad, el buen nombre, la virtud, el trabajo o el talento, difícilmente se obtenga por la apariencia. Las redondeces implantadas no elevan la autoestima, apenas la hinchan. Y a un ego inflable le está destinado necesariamente la figura de la muñeca o el títere, como a un país desorientado la suerte de Sodoma y de Babel.
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