El virus ataca a la cooperación internacional

Eduardo Tempone *

En pocos meses el coronavirus viajó alrededor del mundo, alteró la vida diaria, desbarató la economía mundial y mató a millones de personas. Aún no se sabe cuánto durará. Tampoco podemos predecir el alcance de sus efectos. Y empezamos a preguntarnos qué mundo nos dejará, cuál será el nuevo orden del planeta.


Las apuestas son variadas. Para muchos el virus terminó con el predominio internacional de los Estados Unidos o con la globalización, otros sostienen que se ingresará a una suerte de guerra fría entre China y los Estados Unidos, o que nada cambiará.


¿Marcará la emergencia de la pandemia el fin de una era?
Los interrogantes son infinitos. Pero el mismo virus está dando algunas pautas y, quizás, hasta recurra a una metáfora. La táctica más astuta del coronavirus es provocar que el organismo se ataque a sí mismo. En los casos más graves, el sistema inmunológico reacciona en forma exagerada y, en vez de prevenir, provoca una mayor inflamación y puede conducir a situaciones potencialmente mortales. Un fenómeno que los médicos denominan como la “tormenta de las citoquinas”.


El coronavirus parece haber puesto al mundo en el medio de esa tormenta de citoquinas. En vez de aunar esfuerzos para hacerle frente, la comunidad internacional empezó a atacarse a sí misma. Los mecanismos y organismos internacionales diseñados para afrontar problemas globales y facilitar la cooperación entre las naciones se inmovilizaron y, en muchos casos, actuaron en contra. Los países se aislaron, aplicando sus propias recetas, con respuestas ad hoc y poco eficaces.


Estas decisiones unilaterales se traducen en las restricciones a la exportación de los suministros médicos, a los productos agrícolas esenciales, y medidas similares. Pero lo más crítico, lo que deja perplejos, es la despiadada competencia por las vacunas. Un “bien” que debería tener carácter universal y traspasar cualquier frontera. Pero hasta eso se discute en la era del covid-19.


En los momentos críticos de la historia en los que la humanidad estuvo en peligro, ya sea por las guerras o las pandemias, los Estados hicieron alianzas y trabajaron juntos. Se reabrieron nuevos estadios de estabilidad y cooperación. Testimonios claros fueron el fin de las guerras napoleónicas en 1815 y la finalización de las dos guerras mundiales. En 1919, la victoria de los aliados sobre Alemania rediseñó las fronteras y surgió la Liga de las Naciones con la intención de salvaguardar la paz. Y en 1945, los aliados se convirtieron en los arquitectos de orden de posguerra, de las Naciones Unidas y de otras instituciones internacionales que ayudaron, en la medida de lo posible, a mantener la paz y estabilidad internacionales.


Pero se hace difícil firmar la paz o un armisticio con el virus. Aquí no habrá fecha final, ni un día determinado para concertar una reunión internacional que termine con la pandemia. Tampoco habrá posibilidad de deliberar cómo construir un orden más estable y seguro.


El ataque del virus no es uniforme. Se trata de un enemigo intangible y móvil. Muchos países están en su fase de reapertura y otros permanecen aún confinados, lo cual tampoco ayuda a una acción global y coordinada. Y si la vacuna se identifica, dada la fragmentación geopolítica actual, seguramente competirán por las dosis, y cada uno irá por su lado en un “sálvese quien pueda”.  


Esa falta de coordinación es una de las características principales del mundo G-Cero que planteó hace algunos años el consultor de riesgo político Iam Bremmer en su libro “Every nation for itself: what happens when no one leads the world” (2012).


Sin gobernanza global efectiva el planeta se mueve a bandazos, acercándonos cada vez más a la ley de la jungla, en la que cada Estado trata solo de defender sus intereses.



EL G-Cero describe un mundo en el que ningún país o alianza de países en forma aislada tiene la capacidad de llevar la batuta. Algunos de ellos no tienen la voluntad política para hacerlo, otros carecen de influencia política o económica suficientes como para liderar la escena mundial.
El principal motor de toda esa volatilidad es el deterioro del orden mundial o, como ha señalado el Secretario de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, la falta de liderazgo. La cooperación sólo es posible si los países clave, las grandes potencias, son capaces de dejar de lado los conflictos y adoptar una estrategia común que ayude a unificar tras un mismo objetivo a la comunidad internacional.


Sin gobernanza global efectiva el planeta se mueve a bandazos, acercándonos cada vez más a la ley de la jungla, en la que cada Estado, dependiendo de sus propias fuerzas, trata únicamente de defender sus intereses e imponer su voluntad sobre otros.


Pero esto no es una novedad. La ausencia de liderazgo internacional pasó casi desapercibida en tiempos normales, pero se hizo evidente en toda su dimensión con la aparición del coronavirus, como si la tormenta de citoquinas estuviera autodestruyendo al mundo. Esta situación debería servir como un llamado de atención para recrear un sistema que permita enfrentar los problemas globales colectivamente.

* Diplomático


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