Emergentes en un mundo distinto
Por extraño que parezca, está consolidándose el consenso de que la recuperación de la economía norteamericana que, según los datos disponibles, ya está en marcha, es una noticia pésima para la mundial. La razón es sencilla. De difundirse la impresión de que, luego de padecer una recesión leve pero así y todo dolorosa, Estados Unidos está creciendo nuevamente a un ritmo satisfactorio, los inversores, tentados por tasas de interés en aumento, abandonarán lo antes posible los siempre riesgosos mercados “emergentes” para comprar activos que a su juicio son más seguros. Es por este motivo que, toda vez que el titular de la Reserva Federal, Ben Bernanke, insinúa que se acerca el día en que dejará de inyectar cantidades colosales de dólares frescos en el sistema porque no las necesitará para funcionar bien la economía norteamericana, bajan de golpe los mercados financieros de todo el planeta, el de Nueva York entre ellos. Sin embargo, aunque especuladores que se han acostumbrado a la “facilitación cuantitativa”, o sea, la política de dinero fácil que emprendió el gobierno norteamericano con el propósito de minimizar las consecuencias de la crisis financiera del 2008 y disminuir la deuda pública, temen que en adelante tengan que conformarse con ganancias menores, el impacto más fuerte del viraje que está produciéndose se hará sentir en aquellos países en desarrollo que se vieron beneficiados coyunturalmente por el ingreso de miles de millones de dólares en busca de tasas de interés más elevadas. En los años que siguieron al estallido de una serie de burbujas financieras que tantos problemas provocó se puso de moda la idea de que Estados Unidos, Europa y Japón, abrumados por deudas y gravemente perjudicados por cambios culturales propios de sociedades opulentas, no tardarían en verse superados por países más jóvenes y, sería de suponer, más dinámicos, encabezados por China. Aunque los dirigentes chinos mismos entendían que el protagonismo de su país se debía principalmente a sus extraordinarias dimensiones demográficas, ya que a pesar del progreso de los últimos años la mayoría de sus compatriotas sigue siendo muy pobre, los líderes de otros “emergentes”, como Brasil y Turquía, se habituaron a minimizar las dificultades que enfrentarían no sólo porque querían conseguir más inversiones sino también porque atribuían sus respectivas décadas ganadas a su propia capacidad administrativa y a su compromiso con paradigmas distintos de los reivindicados por los gobernantes supuestamente reaccionarios y poco imaginativos de los países ricos. Bien que mal, se trataba de una ilusión. Como acaban de darse cuenta los brasileños, si bien no es tan difícil alcanzar cierto grado de prosperidad, continuar avanzando exigirá reformas estructurales que, como es natural, se verán resistidas por los sectores actualmente dominantes. Los países emergentes no conforman un bloque. Algunos, como Brasil y, por desgracia, la Argentina, dependen demasiado de los precios internacionales de commodities determinados; otros, de una abundancia de mano de obra sumamente barata, además de la voluntad de los inversores del mundo rico de arriesgarse en mercados problemáticos. China constituye una excepción, ya que sus líderes entienden que en última instancia el destino del conjunto dependerá del capital humano y, felizmente para ellos, han heredado una gran tradición educativa que influye en la actitud de virtualmente todos, incluyendo a los más pobres, que por lo común están más interesados en aprovechar sus propias capacidades innatas que en motivar la compasión ajena. Aunque no hay ninguna garantía de que China logre cumplir las previsiones optimistas de quienes la creen en condiciones de erigirse en una superpotencia auténtica, por ahora cuando menos está mejor ubicada que muchos otros emergentes que, por suponer sus gobernantes que duraría para siempre la buena racha posibilitada por el “superciclo” de los commodities y la liquidez abundante facilitada por la Fed norteamericana y los bancos centrales de la Eurozona, el Reino Unido y Japón, se negaron a aprovechar una coyuntura insólitamente favorable para hacer las reformas estructurales y educativas precisas para prosperar en un mundo mucho más competitivo, y por lo tanto más exigente, que el de los últimos años.
Por extraño que parezca, está consolidándose el consenso de que la recuperación de la economía norteamericana que, según los datos disponibles, ya está en marcha, es una noticia pésima para la mundial. La razón es sencilla. De difundirse la impresión de que, luego de padecer una recesión leve pero así y todo dolorosa, Estados Unidos está creciendo nuevamente a un ritmo satisfactorio, los inversores, tentados por tasas de interés en aumento, abandonarán lo antes posible los siempre riesgosos mercados “emergentes” para comprar activos que a su juicio son más seguros. Es por este motivo que, toda vez que el titular de la Reserva Federal, Ben Bernanke, insinúa que se acerca el día en que dejará de inyectar cantidades colosales de dólares frescos en el sistema porque no las necesitará para funcionar bien la economía norteamericana, bajan de golpe los mercados financieros de todo el planeta, el de Nueva York entre ellos. Sin embargo, aunque especuladores que se han acostumbrado a la “facilitación cuantitativa”, o sea, la política de dinero fácil que emprendió el gobierno norteamericano con el propósito de minimizar las consecuencias de la crisis financiera del 2008 y disminuir la deuda pública, temen que en adelante tengan que conformarse con ganancias menores, el impacto más fuerte del viraje que está produciéndose se hará sentir en aquellos países en desarrollo que se vieron beneficiados coyunturalmente por el ingreso de miles de millones de dólares en busca de tasas de interés más elevadas. En los años que siguieron al estallido de una serie de burbujas financieras que tantos problemas provocó se puso de moda la idea de que Estados Unidos, Europa y Japón, abrumados por deudas y gravemente perjudicados por cambios culturales propios de sociedades opulentas, no tardarían en verse superados por países más jóvenes y, sería de suponer, más dinámicos, encabezados por China. Aunque los dirigentes chinos mismos entendían que el protagonismo de su país se debía principalmente a sus extraordinarias dimensiones demográficas, ya que a pesar del progreso de los últimos años la mayoría de sus compatriotas sigue siendo muy pobre, los líderes de otros “emergentes”, como Brasil y Turquía, se habituaron a minimizar las dificultades que enfrentarían no sólo porque querían conseguir más inversiones sino también porque atribuían sus respectivas décadas ganadas a su propia capacidad administrativa y a su compromiso con paradigmas distintos de los reivindicados por los gobernantes supuestamente reaccionarios y poco imaginativos de los países ricos. Bien que mal, se trataba de una ilusión. Como acaban de darse cuenta los brasileños, si bien no es tan difícil alcanzar cierto grado de prosperidad, continuar avanzando exigirá reformas estructurales que, como es natural, se verán resistidas por los sectores actualmente dominantes. Los países emergentes no conforman un bloque. Algunos, como Brasil y, por desgracia, la Argentina, dependen demasiado de los precios internacionales de commodities determinados; otros, de una abundancia de mano de obra sumamente barata, además de la voluntad de los inversores del mundo rico de arriesgarse en mercados problemáticos. China constituye una excepción, ya que sus líderes entienden que en última instancia el destino del conjunto dependerá del capital humano y, felizmente para ellos, han heredado una gran tradición educativa que influye en la actitud de virtualmente todos, incluyendo a los más pobres, que por lo común están más interesados en aprovechar sus propias capacidades innatas que en motivar la compasión ajena. Aunque no hay ninguna garantía de que China logre cumplir las previsiones optimistas de quienes la creen en condiciones de erigirse en una superpotencia auténtica, por ahora cuando menos está mejor ubicada que muchos otros emergentes que, por suponer sus gobernantes que duraría para siempre la buena racha posibilitada por el “superciclo” de los commodities y la liquidez abundante facilitada por la Fed norteamericana y los bancos centrales de la Eurozona, el Reino Unido y Japón, se negaron a aprovechar una coyuntura insólitamente favorable para hacer las reformas estructurales y educativas precisas para prosperar en un mundo mucho más competitivo, y por lo tanto más exigente, que el de los últimos años.
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