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Vacaciones, tan queridas, tan temidas

Para muchas familias poder estar juntos se transforma en dificultad. Pero hay que darle y darse una oportunidad.

Redacción

Por Redacción

Vacaciones de invierno. Esperadas y temidas. Un corte. Parte de una etapa cumplida. Ansiedad por aquello que viene. 15 días para disfrutar o para temer. Depende el estado de cada uno y las opciones disponibles. Posibilidades varias. Más tiempo para compartir o para no saber qué hacer con los niños.


Claramente para muchas familias poder estar juntos se transforma en dificultad. Hablo de estar en un mismo espacio con una actividad en común. No estar amontonados porque sí cada uno en su mundo.

Acciones como escuchar, conversar, jugar, reír, armar, cocinar, planificar, proyectar, son bellas para ponerlas en práctica, aunque claro, exige de cada uno cierta apertura, que lleva implícita una aceptación de lo diferente, renuncia a pensar sólo en mi punto de vista.

Las relaciones son eso. Enriquecernos con la mirada del otro, sumar al otro la nuestra y ceder para que fluya. Incluye obviamente las relaciones con los hijos. Una danza continua que deben bailar dos partes. Pero, en el caso de los padres somos los que guiamos la danza para que tome forma.

No todos pueden disfrutar de los hijos. Esto de lograr relajarse, jugar y divertirse. Buscar complicidades sin perder el rol que nos pertenece.


En lo personal amo estar de vacaciones con mis hijos porque siempre hay un disparador nuevo. Una canción que no me gusta pero que termino aprendiendo y bailando. Una charla que ni imaginaba que se iba a dar. Un enojo que me saca de mi tranquilidad y recuerdo a mi madrina diciendo con una sonrisa “más vale criar chanchos”. Me dura unos pocos segundos porque me vuelvo a enganchar con las miradas curiosas ante el mundo.

Compartir con los hijos, es decir, cuando no hay algo programado de antemano, es maravilloso. Ir a un mundo que no se sabe donde termina. Jugar con cajas nos puede disparar hacia un auto, un robot, un túnel. Animarnos a meternos en él es dejar fluir al niño interior. Reír porque sí, porque estamos vivos.

Poder llegar al piso es una experiencia que ningún adulto debería perderse. Sentarse o desparramarse a jugar. Ser instrumento de los peques para que hagan de nosotros lo que quieran. Liberarse de mandatos y obligaciones. Dejarse llevar sin perder el control. Porque jugar es eso. Ser un niño o una niña teniendo conciencia que somos el adulto que juega.

Les aseguro que jugando es la forma más saludable de hacerse respetar como padre, madre, maestro o quién sea. La persona que se anima a la actividad lúdica es respetada por los niños e incluso por los adolescentes porque tienen la posibilidad de la plasticidad, de escuchar y ser escuchado, de no cerrarse a pre conceptos.


Aquello que quita autoridad son los excesos de gritos y demandas. Exigir todo el tiempo, que convierte a la larga o corta en pedidos al vacío. Cansados de responder, un día no se responde más.

Los momentos libres podemos tomarlos como un regalo. Sabiendo que pueden estar con muchas palabras de “me aburro”; “no sé qué hacer”. También esos momentos son oportunidades. No simplemente para darles un dispositivo como un chupete electrónico, sino vivenciar el poder del ocio. Cuando la mente está en blanco, libre de compromisos o actividades comienza la creatividad. Esa es única, irrepetible como la huella digital. Podemos brindar ciertos elementos abiertos para que suceda.

Papel de diario, cartones, harina, cercanía a algún parque para usar de allí elementos. Soltar la rigidez del orden y la limpieza y dejar que se desacomoden los espacios para vivenciarlos. Para compartir y pasarla bien no hace falta dinero. Solo algo de tiempo y disponibilidad. 15 minutos de juego cambian la relación con los hijos.

¿Qué pensarían si les dijera que hay muchos padres que no conocen a sus hijos? Dirían que no estoy equivocada, que los padres son los seres que más saben de ellos. Saber sus actividades no implica conocerlos. Reconocer reacciones tampoco.


Conocer supone una mirada abierta. Serena, sin expectativas. Observar al ser que tiene un cuerpo que cambia en forma constante. Que no sabe para donde ir y a la vez tiene muchas certezas.

En fin, vacaciones de invierno. Tiempo de oportunidades. Claro, siempre y cuando le demos oportunidad a que eso suceda.



Por Laura Collavini (laucollavini@gmail.com).-


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