Enfoque erróneo

Para la Argentina, la corrupción es mala por las consecuencias en el país mismo.

Tiene razón el empresario, filántropo y embajador honorario Martín Varsavsky cuando critica a los gobiernos europeos por no haber combatido con el afán necesario la voluntad de los hombres de negocios de adaptarse a las costumbres locales sobornando a funcionarios de países subdesarrollados, actitud que contrasta con la asumida por el estadounidense, que por lo menos ha procurado obligarlos a actuar en el exterior como si estuvieran en su propia tierra, pero acaso sea desafortunado que sus palabras en tal sentido hayan desatado una polémica aquí, porque contribuyen a consolidar la idea de que la corrupción en gran escala sea en el fondo un fenómeno importado del cual somos víctimas y que los esfuerzos esporádicos por erradicarla tengan más que ver con los conflictos culturales en Estados Unidos o en Europa que con las auténticas prioridades locales. En efecto, el que los casos de corrupción más notorios de los años últimos, como el protagonizado por la gigante norteamericana IBM o los vinculados con empresarios italianos adictos a la compra de influencias, hayan involucrado a multinacionales extranjeras ha incidido de forma negativa al hacer pensar que las coimas son normales en todas partes y que en última instancia los responsables de corromper son los empresarios de los países ricos, de suerte que tendremos que esperar a que los gobiernos del Primer Mundo decidan encarcelarlos.

Desde el punto de vista de la Argentina, la corrupción es mala no tanto por sus eventuales repercusiones internacionales cuanto por sus consecuencias en el país mismo. Aunque los europeos insistieran en pasar por alto la conducta de sus empresarios en el exterior, negándose a respetar las convenciones que han firmado que les prohíben pagar sobornos en otros países, nuestros gobernantes, legisladores y jueces tendrían que redoblar los esfuerzos por luchar contra el mal porque de otro modo será imposible modernizar la economía para que sea a la vez más productiva y más equitativa. Asimismo, si bien es evidente que la corrupción constituye un “problema ético”, sería mejor no tratarla como si fuera un tema abstracto sino concentrándose en los aspectos crudamente concretos. Al fin y al cabo, una de las razones por las cuales tanto los políticos locales como extranjeros se han resistido a tomar en serio la lucha contra ella consiste precisamente en la suposición de que en última instancia la honestidad es una cuestión personal y por lo tanto privada, no un factor que incide de mil maneras, todas negativas, en el funcionamiento de la economía y de la sociedad en su conjunto.

Conforme a los índices que a través de los años han compilado entidades como Transparencia Internacional, los países menos corruptos son los escandinavos, seguidos por otros del norte de Europa, Singapur y Nueva Zelanda, los que, en términos generales, también están entre los más avanzados, más ricos y más igualitarios. Que sea así no es ninguna casualidad. Además de provocar distorsiones económicas muy graves al privilegiar a los inescrupulosos a costa de los meramente eficientes, cuando está institucionalizada la corrupción, al brindar ventajas a “mafias” conformadas por clanes familiares o por redes de amigos, discrimina sistemáticamente contra el resto de la sociedad. Así las cosas, es lógico que con muy pocas excepciones los países tradicionalmente más corruptos también sean relativamente pobres y que se caractericen por las diferencias abismales que se dan entre los ingresos de las personas que están en condiciones de aprovechar las oportunidades para vender su complicidad y aquellos que dependen de sus propios talentos. En otras palabras, la lucha contra la corrupción no es sólo una cruzada moralizadora impulsada por puritanos que cuentan con el respaldo de sus equivalentes del Primer Mundo. Tampoco debería tomarse por un esfuerzo por mejorar las relaciones con países dominados por grupos contrarios a ciertas “costumbres” que les son ajenas pero que nos parecen naturales. Es una forma, quizás la más eficaz, de impulsar el crecimiento de la economía sin por eso dejar de procurar reducir lo antes posible la brecha enorme que separa a una minoría acaudalada que incluye a muchos corruptos notorios de la mayoría pobre que se ha visto excluida del festín.


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