El poder de las “cosas”: la muestra «Del cielo a casa» cuenta la argentinidad a través de la nostalgia

“Del cielo a casa” se llama la muestra que hasta junio estará en el Malba de Buenos Aires y que se propone contar la argentinidad a través de cosas y la memoria nostálgica que despiertan.

El pasado se vuelve nostalgia en tantas cosas… Por ejemplo en la música y en la historia, como se empecinan en demostrarnos las películas y series que recrean tiempos pasados. Ahí está “Argentina 1985”; ahí está “El amor después del amor”, en su versión recital para conmemorar 30 años de un estado musical de las cosas, y en su versión televisiva, para traernos al primer Fito Páez, el de los pelos largos, que salía de su Rosario natal con la energía de un aire fresco y nuevo. Ahí están los 40 años de democracia que recordamos este año, los 20 de aquello, los 15 de esto otro.


En esos casos, el pasado se vuelve un recuerdo emotivo. Un poco porque simboliza la infancia, la juventud, y otro poco por la añoranza y la nostalgia de un tiempo que definitivamente no es este.
Por estos días, el segundo piso del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, el Malba, sobre avenida Figueroa Alcorta 3415, se alinea en esa búsqueda, se convierte en un viaje en el tiempo con destino a la nostalgia.
Lo que hay en esa sala, la 5, no es sólo un poco de música y algunos televisores encendidos. Lo que hay son cosas: 600 cosas. No las agrupa la cronología, las agrupa la argentinidad, ese gesto nostálgico de las pequeñas cosas de la vida cotidiana que hacen que una silla, un cartel visto al pasar o una cacerola, se vuelvan un golpe al corazón.


Del cielo a casa”, así se llama la muestra que toma prestado el título de un cuento de la escritora argentina Hebe Uhart, y que fue imaginada y proyectada de manera colectiva por un grupo multidisciplinario integrado por historiadores, diseñadores gráficos e industriales, arquitectos y editores. ¿La idea? Reunir esos objetos en 15 constelaciones y tres ejes: la identidad del territorio, el diseño por fuera de los cánones y las vicisitudes políticas, sociales y económicas de nuestro país.


Desde las pelotas Pulpo, que abren la muestra a unos marcadores Silvapen, con una publicidad tan de otros tiempos que muestra a un niño que simula fumar con uno de ellos; desde un pupitre de escuela a los electrodomésticos de industria nacional (lavarropa, motos, autos, heladera); de los televisores Noblex, chiquitos, de colores, a las zapatillas Flechas; de los juguetes de la infancia como Rasti a de la vanguardia de la arquitectura y la creatividad de los diseñadores en mobiliarios increíbles; de las botas Pampero o cajas de alfajores Havanna a los poemas del genial Federico Manuel Peralta Ramos (de 1982: “El país, a medida que fue perdiendo tela, pasó del Di Tella a Minguito Tinguitela”). Todo ahí, todo expuesto un poco sin orden, todo fotografiado por memoriosos y nostálgicos que , celular en mano, se hacen una selfie junto a la merengada gigante, a la pastalinda, a la reproducción de la vidriera de Harrods. Junto a un pasado que, ahí expuesto, brilla, aún en su confusión.

La instalación con pelotas Pulpo es de Daniel Joglar (Mar del Plata, 1966). Se ubica en el ingreso de la sala.


“¡Mirá, en ese televisor vi el Mundial 78!”, se emociona un padre que lleva al hijo a una muestra cargada de recuerdos para uno de los dos, para él.


Un señor se detiene frente al televisor que emite, en blanco y negro, a un Tato Bores siempre actual. Al lado hay un cuadro que dice “Misterio de Economía”, una tabla que nombra las decenas de formas en que se cotizan los dólares (blue, Qatar, Coldplay, etc), junto a unas ollas que fueron o son parte de la industria nacional, pero que lucen abolladas, de usarlas en los cacerolazos. Todo coronado por la trompa de un helicóptero, el Cicaré (1964), el primero diseñado y producido en el Cono Sur, pero que puesto ahí remite a De la Rúa y al triste 2001.


Las cosas, como dijo el escritor Martín Kohan en la apertura de la muestra, son siempre mucho más que una cosa.
Una prueba de eso que son y dicen “las cosas” sin que esté escrito en ningún lugar, es la botella de lavandina sobre el microcoche Dinarg D-200, uno de los apenas trescientos que se construyeron en el país, una pieza de colección. La botellita ahí arriba aquí, significa que está en venta, un código argentino para avisar que un coche está en venta sin decirlo y fue -es- una costumbre para evitar el pago de impuestos.

Un microcoche Dinarg D-200, del que sólo se fabricaron 300 unidades en los 60, con la botella de lavandina encima.


Pero a veces, la acumulación de objetos se hace caótica. Los recuerdos no siempre sirven para dar sentido a lo que fue.
Hay, por ejemplo, destellos de épocas: ahí conviven encendedores Magiclick, una licuadora Yelmo, la cafetera Atma, plumeros, guantes de goma anaranjados, radios o vajilla, con un vestido que representa el estilo de Doña Petrona y dos tortas de bautismo en réplica de porcelana que se inspiran en tortas que realizó la famosa cocinera.


Pero a veces, a las objetos les falta contexto, espesor. Aún siendo cosas y rememorando costumbres argentinas, aún sirviendo de metáfora (como todo lo que se exhibe alrededor de la palabra Cicatrices y que habla de la Guerra de Malvinas, pero también de desaparecidos y de las publicidades de los autos Ford junto a las del Mundial 78). Ahí está, todo junto, tan instagrameable y caótico a la vez.


La muestra es una especie de recuento completamente analógico en medio de visitantes atados a lo digital. Las cosas, cosas que formaron parte de lo cotidiano y que ahora se añoran, son fotografiadas por todos, como para no olvidar, como para llevarse el recuerdo de algo que hasta ahora solo anidaba en algún rincón de la memoria, o en un placard de la casa, juntando polvo y años.


En la muestra, que tiene la exagerada pretensión de querer abarcar la argentinidad, cuando la mayoría de las veces sólo representa la porteñidad (con la peluquería Eros, con el café Florida Garden y el Italpark), todo convive en un mismo nivel. No hay forma de definir qué es un objeto y qué es una obra de arte, por ejemplo. Ni tampoco qué vino primero y qué vino después en el tiempo. Ni de dónde viene tal o cual diseño o tal o cual fotografía. Y esa es un poco la idea: que la emoción toma la forma de una lapicera, de una galletita, de la pastalinda de la abuela. Y que la historia, la de todos los días, se cuente y se recuerde a través de ellas.


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