Galway, donde laten Irlanda y su cultura

Bulle de bares, universidades y jóvenes. En las cercanías, los acantilados de Moher, hábitat de aves marinas y escenario de películas, son la principal atracción turística. Entre cervezas, gente amable e historias irish, la séptima entrega del diario de viaje.

Me subí al tren y Dublin quedó atrás, al igual que había pasado con las otras cinco ciudades que había visitado durante las últimas semanas en el Reino Unido. Después de dos horas y media de viaje hacia la costa oeste de Irlanda llegué a Galway, una ciudad de 70.000 habitantes cuya población crece en forma constante por los miles de estudiantes que llegan a sus dos universidades, la Universidad Nacional de Irlanda y la GMIT.

Galway, partida en dos por el río Corrib, es considerada la capital cultural del país. Por las noches sus calles se inundan de jóvenes que buscan diversión en los bares. Pero juventud y alcohol no son sinónimos de descontrol: el ambiente es muy relajado, pese a que los excesos están en todos lados. La ciudad tiene más de 500 años de historia y en algunas zonas fue renovada. En su área medieval fue restaurada y mutó a un aspecto bohemio. Sus calles peatonales están plagadas de mesas y sillas de restaurantes y pubs donde a toda hora la gente se reúne a comer o tomar algo. Aunque cambia su nombre en algunos tramos, la calle principal es conocida como Shop Street. Son alrededor de diez cuadras en las que se pueden comprar recuerdos y antigüedades en tiendas variadas.

La ciudad ofrece muchas opciones de ocio, desde andar a caballo y jugar al golf hasta paseos a pie para visitar monumentos y plazas, además de recorrer sus callecitas a pie. Al igual que en Dublin , enseguida emerge la buena onda de la gente, siempre dispuesta a conversar y a pasar un buen rato. Mucho más aún si hay una cerveza de por medio.

Aunque me hubiera gustado estar más tiempo, sólo pasé dos noches acá. Me quedó mucho por ver, sobre todo en los alrededores, donde se promocionan varias atracciones turísticas. Igual, me pude llevar una idea general gracias al tour de un día que hice a los acantilados de Moher, la principal atracción natural del país. El guía, que además era el chofer del bus y el dueño de la empresa, resultó muy interesante y entretenido.

“Una de las cosas que podría clasificar como más irlandesas es que siempre contamos cuentos. Nuestros padres nos cuentan desde siempre miles de historias y nosotros las trasladamos a nuestros hijos. Todo es contado de generación en generación”, dijo Patrick para dar por comenzado el tour, al que me había incorporado a las nueve de la mañana cuando me pasó a buscar por el bed and breakfast.

A partir de entonces fue mezclando bromas, comentarios e información sobre Irlanda en general, además de hacer mención a diferentes lugares por los que íbamos pasando. De todos modos, advirtió que a él no había que tomarlo tan en serio. Me gustó, porque al final a veces nos tomamos todo -incluso a nosotros mismos- demasiado en serio. “Es que los irlandeses muchas veces no sabemos qué decimos pero siempre hablamos”, dijo.

“Lo que mejor nos define a los irlandeses es que miles de años antes de hacer rutas hicimos el whisky”, comentó el guía y enseguida pidió a todos los pasajeros que miraran por las ventanillas que estaban a la izquierda del autobús. Había unas piedras enormes. Entonces empezó a contar una historia en la que terminaba diciendo que las rocas formaban el rostro de una persona. Todos sacamos cientos de fotos. El guía se rió: “Cuando lleguen a sus casas, nadie verá la cara y sus familiares les dirán: ‘¿Qué diablos son estas piedras? Acá no se ve nada, ¿estabas fumando algo raro?’”.

Patrick siguió manejando y escupiendo impresiones. “En esta isla pequeña hay miles de acentos porque nadie sale de su pueblo hasta que deja el país”. “Si alguien me pregunta cómo será hoy el clima, la respuesta será la misma que todos los días: irish. Tenemos todas las estaciones en un solo día”. “Mi idioma, mi cultura y mi estilo de vida es gaélico”.

Llegamos a Doolin, un pequeñito pueblo vecino. Almorzamos, volvimos al bus y en unos pocos minutos llegamos a los enormes Acantilados de Moher, que son visitados por más de un millón de personas cada año. Están 120 metros por encima del océano Atlántico y se extienden unos ocho kilómetros en los que su altura logra superar los 210 metros. Desde acá se pueden ver las Islas de Aran, la bahía de Galway y las montañas de Maum Turk en Connemara.

Los acantilados reciben su nombre de las ruinas de un fuerte llamado “Mothar” que fue destruido durante las guerras napoleónicas. Pero su origen se dio mucho antes: se formaron hace unos 320 millones de años, en el período Carbonífero Superior. En ese entonces la zona era mucho más caliente y ahí estaba situada la boca de un gran río, que fluía trayendo barro y arena, la cual quedaba en todo esta zona en la que se asentaron para formar las capas de rocas que se pueden ver ahora.

En la mitad de los acantilados está la torre de O’Brien. Es de piedra y circular. Fue construida como mirador para los turistas en 1835, época en la que ya llegaban visitantes al lugar, aunque recién en los últimos años se convirtió en uno de los sitios más visitados de Irlanda. A su vez, esto coincidió con que los Moher también comenzaron a utilizarse para videos musicales, comerciales o películas, como Harry Potter y el Príncipe Mestizo.

Luego me fui a caminar por el sendero que recorre los Moher durante casi toda su extensión. Como en casi todo el día, llovía. El impermeable es infaltable. De a ratos caía agua de forma más intensa y los vientos eran fuertes. La niebla se unía con el mar, el agua y el cielo en una amplia gama de grises que tornaba difícil diferenciar dónde empezaba y terminaba cada uno. Más adelante pude ver cómo el mar rompía sus olas contra las gigantes rocas del acantilado. La naturaleza exudaba fuerza y poder. También vida salvaje, ya que es una zona de protección especial: ahí vive la mayor colonia de aves marinas de Irlanda con 20 especies distintas. Hay nueve especies de aves marinas reproductoras y unas 30.000 parejas reproductoras. Desde lo alto de los acantilados se pueden ver una gran cantidad de aves como puffins, guillemots, razorbills, fulmars, kittiwakes, halcones peregrinos y chovas piquirrojas, entre otras.

Un rato después, me reuní con todo el grupo y volvimos a subir al bus. Había que desandar el camino hasta el centro de Galway. Llegué a las seis de la tarde. Seguía lloviendo. Igual caminé por la calle principal. Entré a un bar, tomé una cerveza, comí una hamburguesa y me fui al B&B a dormir antes de la medianoche.

Hasta entonces, aunque gris, la ciudad era gris y amable. Pero la mañana siguiente algo cambió. Abrí un mail y se transformó en el lugar donde el corazón tuvo una de las sacudidas más fuertes en los últimos años. Esa mañana, no bien me desperté, me enteré de que había muerto Juanca, uno de los amigos más entrañables que tuve en la vida. Era una persona maravillosa que se fue físicamente pero que, como me dijo mi amigo Pablo, dejó su sonrisa, su generosidad y su bonhomía. “Sigue con nosotros, no se fue”, me aseguró. Tenía razón pero el shock fue fuerte.

Eran las siete de la mañana. Tenía que tomar el tren hacia Dublin , desde donde partía un vuelo hacia la isla griega de Santorini. Por la ventana del B&B veía como no paraba de llover. El cielo era todo gris. Parecía nunca iba a volver a salir el sol. Desayuné en forma mecánica, subí al taxi y me fui a la estación de tren. Un policía estaba golpeando a un tipo que se había querido robar una bicicleta. Subí al tren, me senté y miré por la ventana a un punto fijo del paisaje. No me pude dormir. El día siguió como si estuviera anestesiado. Deambulé por aeropuertos. En Dublín , después de un par de horas, volé a Milán. Otro rato después, salí de la ciudad italiana hacia Atenas. En la capital griega se me rompió la valija y el equipaje se me caía por todos lados. Tuve que embalarla con el plástico que se usa para asegurar los bolsos porque no podía comprar otra: era madrugada y todos los comercios estaban cerrados. Tenía cinco horas de espera en Atenas para el siguiente vuelo. Aproveché el acceso a Internet para leer los diarios. Pensé en lo reconfortante que es no dejar cosas pendientes con los seres queridos. Eso me sacó una media sonrisa. Sentía que mi amigo se había ido en paz y me ponía bien. Después me acomodé en el suelo y me quedé dormido. A las seis de la mañana tomé el vuelo hacia Santorini. En la isla griega volvería a salir el sol.

JUAN IGNACIO PEREYRA pereyrajuanignacio@gmail.com


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