Jorge Virasoro, uno de los mejores ebanistas del país, vive y crea arte en Traful

Conocerlo es un placer. Es uno de los mejores maestros en el arte de crear con madera. Estuvimos en su taller y casa en Traful, días atrás. La sabiduría de un hombre que ve en cada rama caída en cualquier bosque de nuestra cordillera una obra de arte.

Si corre fuerte viento en Traful y se cae una rama de un radal, va Jorge Virasoro, la levanta y la guarda.
Si por el peso de una nevada se desprende una parte de un ciprés ahí también va él a recuperarla.
Si las tejuelas viejas de alerce de un techo ya no dan más, él se ofrece para sacarlas y llevárselas a casa.
Toda madera le sirve. A todas las recupera dándoles vida en verdaderas joyas de arte. Es que él es uno de los principales ebanistas de la Argentina. Y vive acá nomás, en nuestra cordillera.

Fotos: Andrés Stefani


Tiene 68 años y su vida es apacible en la villa. Al lado de su morada, en medio de un parque envidiable, tiene su taller que es su mundo, un mundo que deja boquiabierto al visitante. Los miles de trozos de madera guardados y esparcidos en el lugar parecen pedir pista para algunas de sus creaciones. Las herramientas, las clásicas y conocidas y las que él mismo se inventó para poder trabajar. Eso de que la herramienta da identidad al trabajador acá se palpa una vez más que es así nomás. ¿Qué hace ese frasco de crema L´Oreal por acá? “Es mi colera. Por la forma que tiene es ideal para pegar la madera. Era de una antigua compañera de pieza que tuve”.
Hace unos 20 años y monedas que se dedica a esto. “Hago lo que quiero, cuando quiero y donde quiero”, afirma.

Muchas de las obras de Virasoro se exhiben en el hotel Alto Traful, en Traful.


Virasoro tenía una empresa constructora en Buenos Aires y un buen día se cansó de correr tras el dinero para no alcanzarlo nunca. También se repudrió de los corralones, del personal, de los clientes, del gremio, de los bancos… bah, de todos. “Qué hago” -se preguntó-. Miró para los costados y ahí estaban sus hijos. Clara, licenciada en arte y profesional de editoriales. Verónica, artista plástica. Toti, artesano. Aguamarina, música. “Si todos ellos son artistas ¿por qué yo no puedo serlo? Voy a probar”. Entró en crisis. Tirar el mundo por la borda no es fácil ni para cualquiera. “Empecé a hacer pavadas en madera. Una amiga muy querida y un amigo me dijeron que tenía que mostrar lo que estaba haciendo. Sólo tenía un torno, un martillo y un serruchito; ellos me compraron otras herramientas. Me organizaron una muestra. Después compraron un espacio en la Feria del Sol, en Buenos Aires, para que expusiera. Se tomaban un avión para acá a ver cómo iba con los trabajos. A la gente le gustaba lo que hacía y lo compraba. Así empecé, con estos dos santos que me empujaron para llegar a lo que hoy soy”, con reconocimiento a la excelencia por parte de Unesco y premios del Fondo Nacional de las Artes, entre otros galardones.


Trabaja con Toti (33), su hijo. “Muchos creen que él es mi discípulo y nada que ver. No es así. Empecé en esto -siempre muy despacio- siendo aprendiz de él y actualmente mucho más. Para mí, él es un joven sabio y yo un viejo resabio. Un resabio de lo que supe ser”.
¿Su método de trabajo? “Paciencia, pasión y perseverancia. Así arranqué y así sigo”, afirma.


Comenta que antes de crear una obra ya sabe si le va a gustar. Si por algún motivo la obra sale mal o no le gusta, enciende de inmediato la estufa.
No dibuja ni diseña. Tiene una idea y la plasma haciéndola de entrada. Indudablemente, su sentido estético fluye como el arroyo que pasa por debajo de su taller.


Hace cajas con cientos y cientos de pedacitos de madera de distintos árboles y especies -cuyas bisagras también son hechas por él de madera-, juegos de backgammon, habaneras, cuchillos y vainas son sus hits… Las vainas de cuchillos pesan menos que un sobrecito de edulcorante. Parecen pieles. “Jamás una obra se parece a otra. Cada una tiene su propia vida porque es única”, expresa. La conjunción de trocitos de cada madera parece un trabajo chino, verdaderamente. “¡Qué chino, decís! Trabajo cordillerano”. Sólo en estas regiones tenemos el tiempo y la paciencia para hacer esto, subraya.


“No mido el tiempo, cada pieza es mucho más de lo que parece, hay mucho tiempo de espera para transformar al árbol caído en madera. Cuando empiezo a pensar en una pieza dentro del taller hay mucho trabajo y mucho tiempo de espera, de paciencia hacia la madera”, ha dicho alguna vez.


Al momento de la entrevista Virasoro señala unos tirantes de madera de más de 100 años. ¿En algún momento los va a usar? “Esperaron tanto que pueden esperar otro poco más…”, dice con ese estilo que para algunos vecinos suyos, que por supuesto lo quieren, se acerca al ermitaño. Si bien su apellido es vasco, su familia tiene orígenes alemán y escocés: esto puede dar una pista de su modo de ser. Quizás.


Su abuelo Tito Hosmann, amante de la pesca con mosca, construyó una de las primeras casas de Traful, junto a la hostería Villa Traful. “Yo tenía un mes de vida cuando vine aquí, a estos lotes donde vivo hoy. Y siendo niño acompañaba a mi abuelo en la carpintería que tenía acá. Esa era su otra gran pasión. Quizás es ahí, viéndolo hoy, donde puede estar la génesis de mi trabajo y arte. Aún tengo herramientas que eran de él”. El primer trabajo suyo de madera fue una virgen talada de quebracho colorado que hizo a los 12 años para regalarle a su abuela.


El recuerdo de la infancia ablanda al hombre. Deja de conversar un rato. Mira a su alrededor y dice: “la caña de colihue es espectacular”. Toma una y con la sierra eléctrica corta un rodajita tan fina que parece una medalla o un recorte de puntilla. Transparente, porosa. “Viste. Si a cada poro se le encastran microtrocitos de madera puede salir algo bello”. Seguro que es así.


Su clientela, en un gran porcentaje, está conformada por celebrities internacionales y nacionales. De estos últimos, empresarios millonarios. Pero a no asustarte, no todos los precios de sus creaciones son altos. Hay algunos que son accesibles. O merecen pagarse lo que él cotiza; como esa vecina de Cinco Saltos que le pidió una mesa hecha con más de 1.000 piezas de maderas distintas. Barata seguro que no le salió pero a los gustos hay que dárselos en vida. “El precio de una obra surge del balance entre el alma y el estómago”, admite.


Invita unos mates. Dejamos el taller y pasamos a su casa. Frente al crepitar de unos leños en la chimenea le pregunto cómo hace para ver bien los micro destellos de madera que incrusta en sus obras, cómo anda de salud, cómo se vive de ebanista en un momento de tanta malaria… y a todo dice “luchando. A la única que no peleo es a la madera. Ella siempre gana”.


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