La cruzada de Nicolas Sarkozy

A juzgar por lo que se ha propuesto hacer, el presidente electo francés Nicolas Sarkozy dista de ser el «neoliberal» feroz que figura en la propaganda de sus adversarios, aquel personaje siniestro resuelto a desmantelar por las buenas o por las malas el Estado benefactor. Por cierto, no se parece demasiado a Margaret Thatcher. Antes bien, es un centrista moderado que se sentiría cómodo en el Partido Demócrata estadounidense, el neolaborismo británico o la socialdemocracia alemana. ¿Por qué, pues, es tan odiado no sólo por inmigrantes que temen que les aplique la ley sino también por progresistas que dicen creer que su triunfo desatará graves conflictos sociales? En buena medida, porque es contrario a lo que llama «la herencia de mayo de 1968», es decir, de la cultura relativista, anticapitalista y antioccidental que irrumpió de manera espectacular hace casi cuarenta años cuando miles de estudiantes tomaron las facultades y las calles de París y otras ciudades en una rebelión locamente libertaria cuya consigna más célebre sería «es prohibido prohibir». Para Sarkozy, la destrucción de la autoridad y de las jerarquías, del respeto por valores antes venerados y de la idea de que hay una diferencia «entre el bien y el mal, entre lo cierto y lo falso, entre lo bello y lo feo» por quienes se inspiraron en la revuelta estudiantil fue un desastre que puso a Francia en el camino que la llevaría a su decadencia actual y, por lo tanto, no le queda más alternativa que la de aprovechar el gran poder de la presidencia para impulsar una contrarrevolución cultural de corte netamente conservador.

Francia no es la única nación avanzada en que integrantes prestigiosos de las elites culturales suelen denunciar sus propias tradiciones nacionales tratándolas como crímenes de lesa humanidad colectivos por los que sus compatriotas deberían pedir perdón y clemencia a los demás pueblos. El mismo fenómeno se da en el Reino Unido y Alemania, Estados Unidos, Holanda y Suecia, país éste en que representantes de gobiernos socialistas afirmaban que, puesto que no existía una cultura sueca, si los inmigrantes tercermundistas lograran imponer la suya todos se verían beneficiados. Como es natural, dicha actitud molesta sobremanera a la «gente común» que cree que su propio estilo de vida merece defenderse y que es razonable exigirles a los millones de inmigrantes adaptarse a las normas locales. En Europa está difundiéndose con rapidez la sensación de que el continente se ha transformado en un inmenso laboratorio en que una elite política, académica y mediática arrogante está llevando a cabo un experimento demográfico cuyos resultados serán calamitosos, sensación que está impulsando el «giro hacia la derecha» que tanto preocupa a los biempensantes que lo imputan automáticamente al racismo y a la xenofobia.

La situación argentina es distinta, ya que aquí la izquierda es tan nacionalista como la derecha: los progresistas repiten con regodeo los comentarios «autocríticos» de pensadores europeos y estadounidenses sin que se les ocurra tratar del mismo modo a su propio país. Lejos de sentir vergüenza por lo miserable que, según ciertos intelectuales de ultramar, es la trayectoria de sus antepasados europeos, minimizan su relación con ellos al reivindicar el derecho de verse incluidos entre las víctimas de tanta infamia. Esto no quiere decir que no haya tenido influencia en la Argentina la hoguera de valores que según Sarkozy provocó la ruina de Francia. Es que aquí las consecuencias no han sido las mismas no sólo porque estimulaban el nacionalismo en vez de frenarlo sino también porque ningún gobierno o movimiento político se ha sentido obligado a convencer a la población de que es su deber moral abrir las puertas a millones de inmigrantes de cultura y de creencias religiosas que le son radicalmente ajenas y que, para colmo, incluyen en sus filas a energúmenos que no vacilan en hacer gala de su deseo de ver muertos a sus anfitriones.

No es ridículo vincular el estado económico nada satisfactorio en que se encuentra Francia con el colapso moral que, a juicio de Sarkozy, fue provocado por la generación de '68 y sus admiradores. Tanto los cambios culturales que se han producido a partir de entonces como la pérdida de vigor económico están relacionados con la prosperidad casi milagrosa de que gozaron Francia y sus vecinos en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Al acostumbrarse al crecimiento rápido, a la ocupación plena y a salarios en aumento continuo, los hijos de europeos que antes se habían resignado a la pobreza se persuadieron de que no habría más problemas económicos, de suerte que les

correspondía dedicarse a disfrutar la opulencia, una convicción que más tarde haría posible la legislación que limita la semana laboral a 35 horas. Asimismo, la multiplicación de las conquistas sociales y el ingreso de una cantidad inédita de jóvenes a las universidades, transformando así lo que había sido un privilegio limitado a una minoría exigua en un derecho popular, hicieron pensar que en adelante todos podrían vivir como los más ricos y exitosos de generaciones anteriores. Por desgracia, sólo se trataba de una fantasía. Con escasas excepciones, los formados en universidades públicas no en «las grandes escuelas» que en Francia admiten sólo a los más capaces tuvieron que conformarse con trabajos rutinarios y, andando el tiempo, una proporción cada vez mayor ni siquiera pudo conseguir un empleo estable. Como es natural, los así decepcionados o excluidos se sienten engañados: muchos suman sus voces al coro que denuncia «el sistema».

Además de estimular la creación de una sociedad en que los costos de los derechos adquiridos excederían la capacidad para financiarlos, de ahí una deuda pública global que, medida conforme a los métodos usados en Estados Unidos ya alcanza 130% del producto anual y podría duplicarse en los próximos quince años, la prosperidad generalizada de los años sesenta y setenta contribuyó a una caída vertiginosa de la tasa de natalidad. Ya que el Estado se cuidaría de los viejos, los jóvenes no querían tener que gastar mucho dinero y tiempo en criar hijos y éstos querían independizarse cuanto antes, las familias numerosas de antaño apenas se ven fuera de los barrios inmigratorios donde siguen imperando los valores y los temores tradicionales. Si bien en este ámbito la situación en otros países europeos como España, Italia y Rusia es llamativamente peor, los franceses no están reproduciéndose con el entusiasmo necesario para mantener la población actual. A comienzos de los años sesenta, se previó que para el 2000 habría 100 millones de franceses, pero al llegar el segundo milenio apenas hubo 63 millones, muchos de ellos de origen extranjero. También, como sucede en el resto de Europa, está subiendo la edad promedio, con el resultado de que la mitad «activa» de la población tiene que soportar a un sector «pasivo» abultado cuyos miembros actuales y futuros son muy conscientes de sus derechos y lucharán, en la calle si les parece preciso, por mantenerlos intactos. Repartir derechos es fácil, pero en una sociedad democrática reducirlos, para no decir eliminarlos, es virtualmente imposible.

A su modo, Sarkozy representa la clase media francesa que se siente traicionada por una elite del mismo origen, pero, aun cuando ganara la guerra cultural contra «la herencia de mayo de 1968», podría descubrir que ya es demasiado tarde para que la sociedad se recupere de sus presuntos efectos. Para que esto sucediera, se requeriría una auténtica revolución que sirviera para modificar drásticamente las actitudes de por lo menos 40 millones de personas, de las cuales pocas estarán dispuestas a sacrificar su propio bienestar en aras de una hipotética mejora generalizada. Aunque los franceses y otros europeos están comenzando a reaccionar contra el destino que les confeccionaron progresistas de ideas muy parecidas a las reivindicadas por los líderes estudiantiles que tuvieron su momento de gloria en mayo de 1968, lo están haciendo con tanto atraso que es poco probable que un día les sea dado cantar victoria.

 

JAMES NEILSON


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