La guerra de los impuestos

Por motivos pragmáticos, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner optó por hacer caso omiso de la opinión del jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, de que “filosófica e ideológicamente es necesario cobrar impuesto a las Ganancias” y de las advertencias en el mismo sentido del ministro de Economía, Axel Kicillof, sobre lo riesgoso que sería procurar prescindir del gravamen. Para desconcierto tanto de sus colaboradores más vehementes como de los sindicalistas que habían hecho de la eliminación de dicho impuesto su principal objetivo, Cristina decidió que aproximadamente 800.000 empleados que ganan menos de 35.000 mensuales no tendrán que pagarlo por el medio aguinaldo. La maniobra funcionó, ya que –a regañadientes– los sindicalistas opositores Hugo Moyano, Luis Barrionuevo y Pablo Miceli aceptaron postergar el paro nacional que habían previsto, pero sólo se trata de una tregua táctica. Pronto encontrarán pretextos para reanudar su plan de lucha contra el gobierno. De todos modos, en el fondo lo que está en juego no es la presunta arbitrariedad de un impuesto determinado que a juicio de muchos se ha visto desactualizado por la inflación, sino cómo financiar el gasto público en un país de ingresos muy bajos. Según Kicillof, Ganancias es una “contribución solidaria de los trabajadores que más ganan” a quienes menos tienen porque se destina a subsidios, la asignación universal por hijo, la construcción de escuelas y otras cosas buenas. Aunque nadie ignora que el gobierno kirchnerista maneja el dinero aportado por los contribuyentes de manera sumamente desprolija y que una proporción significante del recaudado termina en las cuentas bancarias de funcionarios corruptos o empresarios cortesanos, en principio Kicillof tiene razón. A menos que el gobierno consiga los fondos que necesita para continuar repartiendo subsidios, no le quedará más alternativa que dejar de hacerlo, lo que –huelga decirlo– enseguida tendría consecuencias sociales desafortunadas. ¿Es lo que quieren Moyano y otros sindicalistas? Es de suponer que no, que protestarían con indignación contra las consecuencias inevitables de una política de tal tipo, pero –como señaló Kicillof– la solidaridad que virtualmente todos reivindican cuesta muchísimo dinero, más de lo que las retenciones al campo y otros impuestos similares serían capaces de aportar, aunque sería probable que, si fuera posible instrumentarlo, un impuesto draconiano a la corrupción ayudara a atenuar el problema planteado por la enorme brecha que separa las legítimas expectativas de los asalariados de la dura realidad socioeconómica. Por desgracia, muy poco es gratis en este mundo. Si bien el modelo supuestamente inclusivo improvisado por los kirchneristas debe más a sus ambiciones políticas que a su eventual sensibilidad social, en cierto modo se asemeja a los construidos por gobiernos progresistas en Europa, donde la alta presión impositiva afecta a virtualmente todos los asalariados. Sin embargo, por ser las economías europeas mucho más productivas que la argentina y las burocracias estatales incomparablemente más eficientes y menos politizadas, quienes luchan a favor de una reducción drástica de Ganancias no son sindicalistas obreros sino empresarios y profesionales convencidos de que una economía liberalizada produciría mucho más, lo que andando el tiempo beneficiaría a todos. Puede que en algunos países de Europa el orden social esté adquiriendo características latinoamericanas al crecer sectores muy pobres conformados por personas que sencillamente no están en condiciones de contribuir en nada con una economía moderna pero, si bien los europeos aún no han llegado a tal extremo, los sindicalistas de tales países suelen asumir posturas parecidas a las de Moyano y otros en defensa de los derechos adquiridos de quienes, lo entiendan o no, pertenecen a una especie de elite. Es que el problema más difícil que enfrenta Argentina consiste en que los bolsones de pobreza ya “estructural” son mucho mayores de lo que quisieran reconocer el gobierno o sus adversarios, entre ellos los sindicalistas que hablan como si representaran a los más rezagados, lo que dista de ser el caso, razón por la que se oponen a impuestos que deberían beneficiar a quienes viven, si tienen suerte, al borde de la indigencia, y si no la tienen, en la miseria más absoluta.


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