La lealtad ante todo
A diferencia de su marido que por lo menos tomaba en cuenta la capacidad para aportar votos de los compañeros de fórmula de los aspirantes a ocupar puestos electivos importantes, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner sólo ha pensado en la lealtad de los seleccionados, de ahí la designación de Amado Boudou como candidato a la vicepresidencia de la República. Aún dolorida por la “traición” del radical mendocino Julio Cobos y reacia a tener que tolerar la proximidad de alguien tan esquivo como su antecesor en el cargo Daniel Scioli, optó por un peso mosca político por confiar en que jamás estaría en condiciones de rebelarse contra su tutela. Desde el punto de vista de Cristina, el que no exista nada que podría calificarse de “boudouismo” –salvo, quizás, el apoyo que le dan al ministro de Economía Hebe de Bonafini y Hugo Moyano– es su mérito principal: de haberse tratado de una persona con cierto poder de convocatoria, nunca hubiera pensado en invitarlo a desempeñar una función que podría aprovechar para acrecentar el capital político propio. Al privilegiar así la lealtad, la presidenta ha dejado saber que se siente tan segura de triunfar en la primera vuelta electoral que no cree necesitar votos ajenos, que supone que la política se ha centralizado tanto que lo único que cuenta es su irresistible imagen particular. Puede que esté en lo cierto, pero también es posible que se haya equivocado y que el poder de atracción del “relato” en que cumple un rol protagónico no resulte tan grande que le sea dado prescindir de todo lo demás. A través de los años, el electorado argentino se ha mostrado llamativamente veleidoso, endiosando a caudillos por un rato para después abandonarlos, como sucedió con Raúl Alfonsín y Carlos Menem. Aunque Cristina supone que el estado de gracia casi mágico que le ha acompañado a partir de la muerte súbita de su esposo se prolongará más allá del 23 de octubre próximo y podría durar hasta al menos los fines del 2015, la agitada historia política del país hace temer que tarde o temprano comparta el destino de otros líderes supuestamente imbatibles. Lo mismo que en Estados Unidos, en nuestro país el vicepresidente puede resultar ser una figura meramente decorativa, pero así y todo se trata de una que en cualquier momento podría transformarse en presidente, detalle éste que, por razones evidentes, la mayoría prefiere pasar por alto. Si bien es poco probable que Cristina haya pensado en dicha eventualidad, convendría que otros lo hicieran. ¿Estaría Boudou en condiciones de asumir la responsabilidad de gobernar el país en el caso de que, por las razones que fueran, Cristina tuviera que dar un paso al costado? Lo estaría si el país contara con instituciones lo bastante fuertes y eficaces como para compensar las deficiencias del mandatario de turno, pero si algo caracteriza la realidad política nacional, esto es la precariedad de las instituciones y el personalismo extremo resultante, de suerte que, de producirse una emergencia, un hombre sin una “base de sustentación” propia como Boudou estaría entre las primeras víctimas de la lucha por el poder que con toda seguridad estallaría. Aunque es comprensible que Cristina haya elegido a alguien que a su juicio no le ocasionará demasiados problemas, hubiera sido mejor que otros hicieran valer sus opiniones, pero parecería que en el oficialismo la voluntad de dejar todo en manos de la presidenta es tan fuerte que a ninguno se le ocurrió sugerirle intentar ampliar su oferta electoral en vez de encerrarse en un círculo áulico que propende a hacerse cada vez más estrecho. De todo modos, sería difícil acusar a Boudou de dogmatismo. En un lapso muy breve, se las ha ingeniado para transformarse de un “neoliberal” típico de los años noventa en un presunto adherente al credo “nacional y popular” de la década de los setenta. Tanta plasticidad pragmática podría resultarle útil si, como prevén sus ex conmilitones liberales, el “modelo” defendido por Cristina pronto comienza a desmoronarse. En tal caso le convendría a la presidenta estar acompañada por un técnico que, a pesar de serle tan “leal” que no vaciló en hacer suya la ideología setentista que antes había desdeñado, debería ser capaz de señalarle los límites del esquema voluntarista con el que está emotivamente comprometida.
A diferencia de su marido que por lo menos tomaba en cuenta la capacidad para aportar votos de los compañeros de fórmula de los aspirantes a ocupar puestos electivos importantes, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner sólo ha pensado en la lealtad de los seleccionados, de ahí la designación de Amado Boudou como candidato a la vicepresidencia de la República. Aún dolorida por la “traición” del radical mendocino Julio Cobos y reacia a tener que tolerar la proximidad de alguien tan esquivo como su antecesor en el cargo Daniel Scioli, optó por un peso mosca político por confiar en que jamás estaría en condiciones de rebelarse contra su tutela. Desde el punto de vista de Cristina, el que no exista nada que podría calificarse de “boudouismo” –salvo, quizás, el apoyo que le dan al ministro de Economía Hebe de Bonafini y Hugo Moyano– es su mérito principal: de haberse tratado de una persona con cierto poder de convocatoria, nunca hubiera pensado en invitarlo a desempeñar una función que podría aprovechar para acrecentar el capital político propio. Al privilegiar así la lealtad, la presidenta ha dejado saber que se siente tan segura de triunfar en la primera vuelta electoral que no cree necesitar votos ajenos, que supone que la política se ha centralizado tanto que lo único que cuenta es su irresistible imagen particular. Puede que esté en lo cierto, pero también es posible que se haya equivocado y que el poder de atracción del “relato” en que cumple un rol protagónico no resulte tan grande que le sea dado prescindir de todo lo demás. A través de los años, el electorado argentino se ha mostrado llamativamente veleidoso, endiosando a caudillos por un rato para después abandonarlos, como sucedió con Raúl Alfonsín y Carlos Menem. Aunque Cristina supone que el estado de gracia casi mágico que le ha acompañado a partir de la muerte súbita de su esposo se prolongará más allá del 23 de octubre próximo y podría durar hasta al menos los fines del 2015, la agitada historia política del país hace temer que tarde o temprano comparta el destino de otros líderes supuestamente imbatibles. Lo mismo que en Estados Unidos, en nuestro país el vicepresidente puede resultar ser una figura meramente decorativa, pero así y todo se trata de una que en cualquier momento podría transformarse en presidente, detalle éste que, por razones evidentes, la mayoría prefiere pasar por alto. Si bien es poco probable que Cristina haya pensado en dicha eventualidad, convendría que otros lo hicieran. ¿Estaría Boudou en condiciones de asumir la responsabilidad de gobernar el país en el caso de que, por las razones que fueran, Cristina tuviera que dar un paso al costado? Lo estaría si el país contara con instituciones lo bastante fuertes y eficaces como para compensar las deficiencias del mandatario de turno, pero si algo caracteriza la realidad política nacional, esto es la precariedad de las instituciones y el personalismo extremo resultante, de suerte que, de producirse una emergencia, un hombre sin una “base de sustentación” propia como Boudou estaría entre las primeras víctimas de la lucha por el poder que con toda seguridad estallaría. Aunque es comprensible que Cristina haya elegido a alguien que a su juicio no le ocasionará demasiados problemas, hubiera sido mejor que otros hicieran valer sus opiniones, pero parecería que en el oficialismo la voluntad de dejar todo en manos de la presidenta es tan fuerte que a ninguno se le ocurrió sugerirle intentar ampliar su oferta electoral en vez de encerrarse en un círculo áulico que propende a hacerse cada vez más estrecho. De todo modos, sería difícil acusar a Boudou de dogmatismo. En un lapso muy breve, se las ha ingeniado para transformarse de un “neoliberal” típico de los años noventa en un presunto adherente al credo “nacional y popular” de la década de los setenta. Tanta plasticidad pragmática podría resultarle útil si, como prevén sus ex conmilitones liberales, el “modelo” defendido por Cristina pronto comienza a desmoronarse. En tal caso le convendría a la presidenta estar acompañada por un técnico que, a pesar de serle tan “leal” que no vaciló en hacer suya la ideología setentista que antes había desdeñado, debería ser capaz de señalarle los límites del esquema voluntarista con el que está emotivamente comprometida.
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