Sebastián Caliva, un rastreador de sentimientos a través de la cocina

Cordobés de nacimiento, se posiciona como un chef respetado y prestigioso de la Patagonia desde la cocina del hotel Tower de Neuquén capital. Las privaciones, la infancia, las enseñanzas familiares, el sacrificio y las ganas son parte de su historia y sus recetas.

La vida solo se completa con el recuerdo de la vida, decía el mítico autor francés Marcel Proust.
Consideraba que la máxima intensidad de la vida no se producen en el presente sino cuando es recordada desde el futuro. Y es allí donde encontramos una enorme belleza.
Esta es la grata sensación que queda al dialogar con el joven cocinero Sebastián Caliva (44), un cordobés que desde la cocina del hotel Tower de Neuquén capital se posiciona como un chef respetado y prestigioso de la Patagonia. Más que un cocinero Sebastián parece un rastreador de sentimientos.
Que siempre tiene un corazón de repuesto.


“Hay que mirar hacia adentro para ver con claridad”, comenta quien parece haber masticado más su vida que los platos que tiene en su haber.
Y cuando esa mirada llega a sus inicios y de un golpe de chasquido se ve acá en las alturas del Tower, ese hombre, en ese momento, comparte cara de satisfacción.


Nació en un pueblo de 1.000 habitantes, Villa Río Icho Cruz, a 14 km de villa Carlos Paz y a unos 50 kms de Córdoba capital, por la ruta nacional n° 14 departamento Punilla y se crió libremente entre los arroyos, montañas y ríos del lugar.


Hijo de madre soltera, el segundo de doce hermanos. Nieto de abuelo guitarrista y albañil, abuela ama de casa. “Familia muy humilde con muchas carencias y con muchos valores también, inculcando el respeto hacia los demás y al trabajo y el de luchar y buscar un progreso. Soy el primero de todas las generaciones de la familia en terminar la escuela secundaria y seguir con una carrera terciaria. No se inculcaba mucho el estudio, solo la cultura del trabajo”, dice Sebastián (@sebacaliva22).


Si bien en su casa cocinaba su madre, a quien más veía hacer esto era a su abuela, que vivía a pocas cuadras de su casa. “Recuerdo ver como hacia los ñoquis de papa y robarles algunos crudos para cómemelos. También le ayudaba a amasar el pan en una batea de madera ya curada de tantas amasadas”, sigue.
Como vivían en el campo no tenían luz ni gas. Caminaban un kilómetro para juntar el agua y otros tantos para la leña. “Tengo en mi memoria tan presente el andar por el monte buscando leña y recolectar hongos de pino, y hay una planta que nosotros le llamamos “Planta de coco” con el tronco lleno de espinas, sus ramas muy parecidas a la rama del aguaribay (el de la falsa pimienta rosa) y alrededor de esa planta nacían unos hongos de color amarillos oscuro por encima y por debajo amarillo más claro similar al hongo de pino fresco. Los recolectábamos, los cortábamos en láminas delgadas y los dejábamos secar al sol sobre hojas de diario; luego se guardaban en un frasco y se usaban para una polenta con tuco o un buen tuco para unos tallarines”, recuerda.


“El primer plato que tengo noción de haber cocinado cuando yo tenía 8 años fue una sopa de vegetales picado y algo de carne, para mis hermanos, 8 años tenía. Lo aprendí viendo cocinar a mi abuela y mi madre, gran ecónoma que con una papa y una cebolla te hacen milagros”, grafica.


A los 10 años, luego de vender diarios en la avenida principal del pueblo, se iba a una parrilla “Piedra Negra”, a la vera del río, a trabajar de mozo. “Lleva las fuentes platina con las costillas hechas al asador y el vacío a la parrilla. Era un diente libre”.
Acá va otro punto que aporta a su recorrido gastronómico. La mamá del dueño de la parrilla era italiana: “recuerdo ver y probar esos ravioles de carne braseada (ahora conozco el termino), o de seso y espinaca, con un fileto o boloñesa, fideos cortados a cuchillo con estofado de carne… todo una locura”. Obvio que él miraba cómo se hacían.


“Mi abuela les hacia las tortillas y el pan casero al dueño de la parrilla. Tengo tan marcado en mi memoria la sensación de meter la mano en la masa para mojar el harina y luego agregarle la grasa no tan caliente y apuñar dentro de esa batea de madera oscura y luego amasar y cortar los bollos para luego darle forma al dejar reposar para hornearlo. Cada vez que amaso en casa (no compramos pan lo hago yo) automáticamente mi cabeza viaja a esos momentos. Creo que en su momento no tomaba valor de lo que hacía pero hoy a la distancia lo entiendo: estaba sin querer formándome para la gastronomía y la vida”, recupera.


A los 14 años lo llevaron a trabajar con su abuelo, que era el encargado de cocinar para una cuadrilla de albañiles. Mate cocido con peperina y pan casero con chicharrón a las 10 de la mañana y guiso de trigo o guiso de lenteja al mediodía. “El guiso lo preparaba con la guía previa de mi abuela”.


“Recuerdo ir al arroyo a juntar berro fresco para ensalada o al campo a buscar hongos para hacerlos en escabeche. Los utilizaba como picada previa al almuerzo con berenjenas en escabeche, todo servido siempre con pan casero hecho en horno de barro”, agrega.


A los 16 años, ya viviendo en Carlos Paz, trabaja como mozo en “Sckorpion”, a la entrada de la aerosilla de la villa. A los 18 se anota en la nocturna para cursar el secundario. A los tres años lo terminó y pensó en seguir hotelería o turismo, pero no estaba muy convencido.


En esa época, “tarjeta Naranja enviaba para los clientes una revista que se llamaba “Revista del estudiante” Y por primera vez veo el anuncio que decía “querés ser chef profesional… “ y aparecían tres escuelas de cocina que estaban en Córdoba capital. Una era Celia, la otra Azafrán y la última, Tomás Sánchez escuela de cocina y pastelería. Esto es lo que quiero”. Llamó a las dos primeras y no le gustó el trato que recibió. La última, y no por descarte, le maravilló la calidez en el recibimiento.


“Fue mucho sacrificio el estudiar porque entonces ya era papá de mi primer hijo, Yoel, que hoy tiene 23 años. Era trabajar y tres veces por semana tomar el cole a las 13:30 para Córdoba capital, estudiar y volver a laburar. Ocuparme de mi hijo… la verdad que era muchísimo todo pero valió la pena cada minuto que pasé en esa escuela. No sentía cansancio, quería aprender, me gustaba oler todos los condimentos, ver productos nuevos, técnicas de cocción, armados de mise en place, estaba en mi salsa”.


Cursando la carrera, la cocinera que tenía el hotel renunció un 23 de diciembre. “Ahí nomás me ofrecí para cocinar y arranqué el 26 de diciembre a cocinar para un grupo de estudiantes de Ushuaia. ¿Qué cociné? Pollo a la crema de verdeo, con papas al natural”.


Cuando su segunda hija Martina tenía casi 2 años Sebastián sintió que estaba estancado en la cocina, que quería crecer profesionalmente y quería seguir estudiando, pero por el sueldo que tenía no podía, donde estaba no podía hacer más de lo que hacía por una cuestión de costos. “Entonces conozco a mi actual compañera, Alejandra. Ella, oriunda de San Antonio Oeste, estudió y se recibió de arquitecta en Córdoba, que en 20 días se iba a Neuquén, ciudad que me sonaba por varios motivos. Uno, mi mamá tuvo una pareja que es el padre de algunos de mis hermanos más chicos, que en su juventud junto con amigos habían trabajado en Neuquén”.


Necesita un cambio y ni bien terminó la temporada de verano renunció y se vino a Neuquén. “Desparramé curriculum por toda la ciudad en los 15 días que estuve acá, volví a Córdoba con toda la gana de juntar mis cosas y venirme. Tenía mis dos hijos allá y puedo asegurar que fue la decisión más difícil que tuve que tomar en mi vida pero lo hice. Costó mucho al principio. Pero lo hice y ya hace 14 años que estoy acá. Tengo otro hijo, Burak, neuquino él, que está por cumplir 8 años. Los dos que tengo en Córdoba vienen cada vez que pueden o nosotros viajamos cuando se puede. Temporada de verano se vienen los dos para acá”.


“Elegí Neuquén porque siento que acá podés crecer, es una ciudad que está en pleno desarrollo gastronómico y creo que de apoco la gente se está animando a probar cosas nuevas. Y esto me entusiasma.


Los productos regionales lo enloquecen y disparan su creatividad culinaria. Los chivitos del norte neuquino, los pavos, la chichoca, el ñaco, el mote, las truchas de Junín y Aluminé. Los quesos de Ventimiglia, los frutos rojos de Plottier, los ahumados de Finca La Araucaria, los vinos de las bodegas, los hongos de la zona, “las gírgolas en época son fabulosas para trabajarlas, las manzanas del Alto Valle. Para mi la vedette es la pera, producto noble y versátil; no hay otra igual. Como guarnición de un plato, para una entrada, un rissotto con peras y queso brie, al vino, al espumante, en ensaladas….


En agosto de este año cumple 10 años en el hotel Tower. “Actualmente llevo adelante la gastronomía del hotel, con sus puntos de venta: snack bar en planta baja, piano bar segundo piso, salones de eventos empresariales, Gran Salón ubicado en el primer piso, Salón Encuentro en el segundo piso y Salón Cóndor en el tercer piso del hotel. Restauran Aura que se encuentra abierto a todo el público en general, ubicado en el primer piso del hotel”.


Trabajar en un restaurante de hotel desde su punto de vista no tiene nada que ver con un restaurante de calle. “Se trabaja más pausado, podés organizarte con anticipación. En el restaurante de hotel servís a la gente, le das calidez, lo atendés al cliente, que se sienta cómodo que sienta como que está en su casa. Lo podés mimar quizás con alguna receta de su país. Nos han tocado huéspedes que hace meses que están y los platos de carta ya los probaron todos y piden si podes hacer algo especial , quizás de su país de origen y eso al cliente lo reconforta y a uno como profesional lo enriquece”.


En cambio, “en algunos restaurantes a la calle despachás, sacás platos tras platos, no te detenés a pensar como comió el cliente”.
La diferencia entre servir y despachar la enumera varias veces en la conversación. “Acá, en Aura tengo una carta variada, trato de que todo y cada uno de los platos que hago tengan un equilibrio entre sus productos. Y resaltar siempre el producto estrella del plato. No uso caldos industriales; cada proteína que utilizo tiene su salsa con su propio jugo de cocción. Las guarniciones son elaboradas”.


“Mi cocina es de fusión, hay platos con un poco de distintas culturas”, define.
Más allá de las distintas técnicas de elaboración “la expectativa más grande para mi es cuando llevan el plato a la mesa del comensal y éste lo mira como está armado y diseñado, siente el aroma. Y en el primer bocado ves esa cara de felicidad del comensal y que asiente con la cabeza y mira el plato y va con otro bocado hasta terminar todo el plato… creo que es ahí cuando te sentís satisfecho. Son chispazos de felicidad para mi”.


Como con casi todos los cocineros que uno charla sobre sus vida y trayectorias, en el caso de Sebastián uno ve también todo el tiempo en su relato una valija recién armada o desarmada. La valija como metáfora de lo que se pierde, lo que se mezcla, lo que desaparece y se reencuentra.
“Más de una vez pareciera que el camino fue largo y difícil pero en mi caso concluyo que absolutamente todo lo que me pasó e hice que pasara valió la pena”, sincera el entrevistado.


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