La Patagonia me mata: las lunas

La tierra, esa tierra que vuela por el viento y que genera rezongos y a veces malestar, es la responsable de uno de los colores más bellos de la luna. Una tonalidad que, como dice la escritora de esta columna, sólo se consigue en estos destinos.

A veces los paisajes son como las personas.
La chispa que enamora también repele cuándo esa intensidad revela obstinación.
Pero ese cóctel único debe apurarse de un trago, porque no existiría lo uno sin lo otro.
Acá, en la Patagonia, nos pasa con la tierra.


La anárquica polvareda también es artífice del color de la luna. Por eso al verla aparecer, así de amarilla, hay que aceptar su variante incómoda. Sin pátina que lo pixele todo no habría lunas seductoras. Porque eso es lo que ocurre. Esa tierra que al volar levanta más rezongos que partículas es la que provoca el fenómeno que la pinta de amarillo.


Cuando sale, toda ella es una fruta madura, que se pierde en destellos que le dan profundidad. Un círculo fantástico que se corporiza, volviéndose un objeto de deseo. Y uno quisiera elevarse para acercarle la frente, e hincarle la nariz para aspirar su aroma, que aparenta ser tan dulce como el de un membrillo.
No dura mucho ese estado.


A medida que sube noche arriba se vuelve blanca y distante, como si alguien le pidiera recato, y, sumisa, se cubriera el escote con una seda inaccesible.
Lo cierto es que cambia. Se convierte en la luna que suelen mirar otros, los que viven alejados de este confín ventoso dónde la polvareda reina, y es capaz de estos bellos artificios.


La luna XXX es sólo patagónica. Acá muestra sus mieles, y nos deja entrever lo que esconde su vestido de puritana.
“La atmósfera terrestre actúa como un filtro cuando miramos el cielo, y el polvo en suspensión provoca que la luna muestre ese tono. Se aprecia sobre todo cuando sale. Y como en la Patagonia el clima produce que esa tierra nos acompañe siempre, ese color ya es característico”, contó Denis Martínez, un astrónomo aficionado que invita a vecinos y a turistas a descubrir los cielos del balneario Las Grutas.


Explicación científica aparte, yo prefiero resumir que el lado glorioso de tanta aridez que busca pista es esa magia que cada noche nos deslumbra.
Les sugiero que actúen como yo. Ya no rezonguen.


Hagan la vista gorda cuándo un médano completo se filtre por debajo de la puerta. Porque esa misma tierra es la que amarillea la inmensidad nocturna. Y pinta de impudicia nuestras lunas, que acá posan, más encendidas que el sol. Sensuales y sin censura.


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