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Marcelino Castro García, el autor de “Río Negro, mi provincia”, y una historia que empezó en España

Podría haber vivido siempre en España, pero una tragedia marcó su infancia y lo hizo viajar a la Patagonia. Podría haber hecho una carrera eclesiástica, pero la abandonó. En cambio, fue docente y a falta de libros, se decidió a escribir e imprimir el que fue un clásico.

Marcelino Castro García aprendió muy temprano que el destino está hecho de tragedias, pero también de casualidades, de encuentros fortuitos, y de tenacidad. Aprendió sobre todo que el destino no es una línea recta. El hombre, que ahora tiene 82 años, vive en Stefenelli, y que fue el escritor, dibujante e impresor del libro de texto que usaron -y aún usan- muchos alumnos de cuarto grado, “Río Negro, mi provincia”, sabe que el destino se puede torcer.


Su vida, de hecho, se torció rápido. Marcelino nació el 5 de junio de 1940 en España, en la provincia de Salamanca, en un pueblo llamado Aldeacipreste, un paraje de menos de cien habitantes que se dedicaban a criar ovejas, chivas, cerdos y vacas y a trasladar los rebaños para que coman mejores pasto. Fue en ese lugar donde, cuando Marcelino tenía cuatro años, su padre, Vicente Castro, murió bajo una tormenta.


“Vivía con mis padres y mis tres hermanos en un pueblo en el que ni siquiera había luz eléctrica. Mi papá tenía un rebaño de ovejas, chivas y vacas. Mi mamá hacía queso y tenía un telar para tejer. Mi padre se llevaba el rebaño al campo y se quedaba ahí, a pasar las noches, en una choza. Había tormentas terribles en ese lugar. Y una noche de tormenta cayó un rayo sobre la choza en la que estaban mi papá y su empleado y murieron los dos. Mi mamá quedó viuda. Había muchos familiares, así que mi madrina me crió a mí, y a otros hermanos se los llevaron otras tías. La única que quedó con mi mamá fue mi hermana”.


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Marcelino cuenta su infancia con la distancia que dan los años, como si le hubiera ocurrido a otro. Lo cuenta, memorioso y calmo, mientras recorre el galpón que él mismo levantó a un costado de su vivienda, en Stefenelli, una estructura alargada y luminosa que bien podría ser un museo: hay una vieja impresora offset, otra apenas más nueva pero ya en desuso, una mesa de tablones de más de tres metros repleta de papeles, un exhibidor en el que muestra orgulloso el primer ejemplar del libro de “Río Negro, mi provincia”, de 1976, el segundo, el tercero, el cuarto y los que vinieron después: el libro de lectura “Amancay”, “General Roca, mi ciudad”, “Neuquén, mi provincia”, “Historias y leyendas patagónicas”. Salvo las más nuevas, que tienen papel brillante y son a color, las otras tienen el formato de papel oficio, en un blanco y negro que muestra el desgaste y el color sepia del tiempo.


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Después de quedarse con su madrina, allá en España, decidieron que Marcelino entraría como pupilo en una escuela salesiana que quedaba cerca del pueblo. “Estuve dos años pupilo ahí. Y como yo la verdad es que quería salir del pueblo porque no quería quedarme cuidando rebaños, me mandaron al aspirantado salesiano. Ahí hice el magisterio, durante cuatro años, y después el noviciado. Y en ese momento, cuando yo ya tenía 19 años, pidieron tres misioneros para los colegios salesianos de la Patagonia y yo me ofrecí”, se ríe Marcelino, como si hubiera hecho una picardía en aquel momento.


La razón que lo llevó a postularse fue “una obra de teatro sobre aborígenes de la Patagonia” que él había protagonizado. Le había fascinado esa historia lejana, así que le pareció que era una buena oportunidad conocer en persona el lugar del que había leído. A su madre, Agapita García, le hubiera gustado que nunca abandone España, pero igual Marcelino tuvo su visto bueno y se fue. Sólo volvió tres veces a su país.


En la Patagonia lo esperaban varios colegios salesianos. En el primer tiempo, estuvo en Junín de los Andes dos años, en Luis Beltrán después, y en Bahía Blanca más tarde. “Después quise estudiar teología porque parecía lo lógico, pero en Buenos Aires, el director me dijo: Vos tenés vocación para el matrimonio, así que dejé esa carrera y me vine a ser maestro al colegio San Miguel de Roca”, se vuelve a reír.


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Marcelino no es alto, pero es robusto, y se mueve con agilidad entre todas las cosas -que son muchas – que tiene en su galpón. Hay una estantería repleta de hojas y de viejos ejemplares de todos los libros que hizo a lo largo de su vida como docente en la escuela 38, en Stefenelli, Roca. Y en las paredes tiene colgadas algunas distinciones que le dieron por su labor, pero sobre todo tiene recuerdos de sus visitas a las escuelas, dibujitos que le mandan los alumnos, agradecimientos de algunos cuartos grados a los que ha ido a dar charlas sobre ese libro que, hasta el siglo pasado, se utilizaba en prácticamente todos los cuartos grados de la provincia.


“Todavía me lo piden”, dice Marcelino. Y lee una hoja que tiene sobre los tablones de madera que dan fe de que aún recibe pedidos de algunas escuelas de Río Negro, pero también de otras provincias. Es que, después de su libro inicial, también hizo “Neuquén mi provincia”, “La Pampa, mi provincia”, “Santa Cruz, mi provincia” y libros de lectura en los que recopiló cuentos, mitos y leyendas tehuelches y mapuches.


“Antes las escuelas me pedían por carta los ejemplares, Ahora por correo”, explica él. Nada de lo que cuenta lo dice buscando una aprobación. Su historia, la de ese libro y la del modo en que lo hizo son más bien la muestra de su empeño por enseñar que el deseo de un reconocimiento. Los ejemplares que entregará a las escuelas y librería que se lo pidieron están en una cajas en el piso, y él mismo lleva la cuenta en una hoja simple que descansa sobre el escritorio y en la que va anotando, y tachando después, cuando la tarea fue realizada.


Ese libro -esos libros-, sencillo, sin pretensiones, sin color, sin ningún diseño espectacular, enganchado con broches, fue obra de su necesidad. Cuando ganó la titularidad del cuarto grado de la Escuela 38 de Stefenelli, en 1976, Marcelino no encontraba material para enseñarle a sus alumnos, así que en su casa, juntó material, escribió, le sumó unos dibujos que hizo a mano y con un mimeógrafo hizo las copias para cada alumno. De a un capítulo a la vez, iba entregándole a los treinta alumnos lo que finalmente sería el primer ejemplar de “Río Negro, mi provincia”. Para fin de año, el libro tenía ocho capítulos. La directora de la escuela había quedado tan encantada con el resultado que lo mandó al Ministerio de Educación.


Marcelino se ríe del recuerdo: “Me mandaron una carta de felicitaciones, me hicieron algunas correcciones y me dijeron que iban a imprimir el libro para las escuelas. Pero en febrero del año siguiente me mandaron otra carta diciéndome que no había presupuesto así que si imprimía más, les avisara. Imaginate, los hacía a mano, meta darle vuelta a la manivela. Pero la verdad es que el Ministerio mandó una circular a las escuelas diciendo que un maestro había hecho un manualcito que podía servir, y las escuelas empezaron a pedirme”, cuenta Marcelino.


Manualcito. El repite varias veces la palabra. No parece haber ofensa ni rencor. Para él y su familia, los libros significaron la compra del terreno en el que hoy aún vive con su mujer, y que está dividido entre todos sus hijos.

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“Así es la ley de la vida, el destino se tuerce y cambia todo”, dice él. Lo dice por los recuerdos de su infancia, por su llegada a la Argentina, pero también por la casualidad que hizo que conociera a su mujer, Alicia Higuera. “Una vez que dejé teología, pensé en estudiar algo que tenga que ver con la parte social, así que empecé a estudiar Servicio Social, acá en Roca. Trabajaba en el colegio y a la tarde estudiaba servicio social. Me iba en mi moto a cursar. Y ahí había una chica de El Bolsón, Alicia Higuera, que vivía en una residencia y también estudiaba servicio social. Ahí nos conocimos, y en el primer o segundo año empezó el coqueteo. Cuando terminamos la carrera, ella se fue unos días antes que yo a El Bolsón y le dijo a su padre, Don Antolin: `El sábado llega mi novio y nos vamos a casar´. Y Don Antolin hizo tirar una pared de la casa para que quedara un salón grande para el casamiento. Invitó a todos los familiares e hicimos la fiesta”, se vuelve a reír Marcelino de aquel momento.


Al principio, con Alicia vivieron frente a la Escuela 38, donde empezaron a hacer los libros turnándose para dar vuelta a la manivela y tener así más copias para repartir. El terreno en el que ahora vive llegó después.


Es casi el mediodía. Marcelino cierra el galpón donde tiene los libros, las hojas, las máquinas. Mira el terreno que comparte con sus hijos. Parece orgulloso con todo lo que ha hecho.


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