La Peña: Confesiones de primera hora de un día domingo

Para plantarse ante el cura del pueblo había que tener una postura firme. Y si no era firme al menos coherente porque el cura nos conocía y nos veía cada día de su vida. Es que vivíamos en frente y posiblemente supiera de nuestros pecados cotidianos.
En mi pueblo el cura era y es una autoridad. El cura, el comisario, el director de la escuela, el gerente del banco y el jefe de la estación del tren tenían autoridad, más que el común de los ciudadanos. Y confesarse ante el cura cada domingo no era cosa sencilla. El mismo sábado en la noche empezábamos a decidir qué se le podía contar y qué debíamos guardar.
Y optábamos por confesar generalidades. No éramos de grandes pecados, pero si nos ajustábamos a los diez mandamientos estaba claro que algunos teníamos. Por ejemplo, no sabíamos si robarle las limas a la vecina era pecado, porque a nosotros también nos robaban las nueces que caían de su lado y no por eso eran pecadores. En todo caso nos quedábamos con lo que caía de nuestra pared hacia adentro.
Es decir, íbamos casi entregados a confesarnos, pero sabíamos muchas veces que podíamos contar algo. El cura conocía otros pecados menores porque nos veía.
Y llegó el día. Fui a la misa de las siete del domingo. Había poca gente y si el sermón era en voz alta pasaría casi inadvertido. Llegué siete menos cuarto, había un par de señoras mayores en los bancos esperando la misa con cara de misa y en el confesionario estaba el cura. Me arrodillé y cuando me pregunta si pequé, le dije que sí. ¿Cuál es tu pecado? Mentí, le dije.
Por los rombos que separaban al cura de mi pude apreciar su cara y sus gestos. ¿Otro pecado? No le hice caso a mi mamá.
Me dijo. Andá, con un padre nuestro alcanza. Pero su rostro decía lo que él calló. A las siete de la mañana de un domingo ¿te venís a confesar por esto?
Sentí que mis pecados no movían la aguja, que no cotizaban en el concierto de pecadores que el cura debía escuchar cada día.


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