La Revolución de 1810 y su lugar en la cultura política argentina
por LISANDRO GALLUCCI (*)
Especial para «Río Negro»
Como ocurre cada año, el mes de mayo encuentra a los argentinos conmemorando acontecimientos cuyo significado muchas veces resulta oscuro a no pocas personas. Desde nuestro ingreso al sistema educativo allá en los tiempos de la infancia, cada año hemos presenciado las imágenes canónicas sobre la Revolución de Mayo tales como las del «pueblo» concentrado frente al Cabildo, la de unos entusiastas French y Beruti distribuyendo escarapelas blanquicelestes o la de los negros que felices repartían mazamorra entre los que asistieron a la Plaza durante aquellos días de otoño porteño. Resulta, sin embargo, que la realidad era bastante diferente: «pueblo» no tenía el significado que actualmente damos a la noción, los colores blanco y celeste eran distintivos de la dinastía borbónica y no la insignia de una nación independiente y, por último, la población negra continuaba sujeta a la esclavitud, condición que en el espacio rioplatense no desaparecería sino hasta mediados del siglo XIX.
Pero más allá de la iconografía puesta en juego una y otra vez en los actos escolares, la centralidad que ocupan los sucesos de Mayo en la memoria histórica de los argentinos debe mucho a la historiografía romanticista producida durante el último cuarto del siglo XIX. Esas interpretaciones, entre las que las de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López son las más conocidas, instituyeron lo que podría denominarse el «mito de origen» de la nación argentina, que fue recogido por un sistema educativo nacional que por esos mismos años estaba dando sus primeros pasos. Para aquellos políticos-escritores, la nación argentina había nacido en Mayo de 1810 y si no había logrado consolidarse en las (varias) décadas que le siguieron, no fue –siempre según su mirada– sino a causa de la «anarquía» en la que los caudillos habrían hundido a la nación a partir de 1820.
Las investigaciones desarrolladas por los historiadores profesionales en las últimas décadas han permitido revisar críticamente la coyuntura de Mayo y los procesos políticos que la misma desató. Gracias a esa producción, existe actualmente en la historiografía argentina un sólido consenso en torno de lo que los sucesos de Mayo de 1810 no fueron. En primer lugar, Mayo no representó en absoluto el nacimiento de la nación argentina. En realidad, una identidad argentina sólo comenzó a construirse mucho más tardíamente y gracias al impulso dado por el Estado. Por otra parte, la independencia no era un objetivo que persiguieran desde la partida los protagonistas de 1810. Acaso basta con recordar que las Provincias Unidas declararon su independencia respecto de España recién en 1816 (¡seis años después!), en un contexto político en el que las cartas ya estaban jugadas. Por último, las decisiones tomadas por esos revolucionarios no obedecían a un proyecto elaborado previamente, aun cuando una pequeña minoría había participado en algunas sociedades secretas. Pero si nada de eso ocurrió, bien vale preguntarse qué fue lo que sucedió en mayo de 1810.
¿De qué se trató Mayo?
Para comprender los sucesos que tuvieron lugar durante los últimos días de aquel mayo es necesario recordar que la ciudad de Buenos Aires, como capital del Virreinato del Río de la Plata, estaba profundamente ligada a la unidad política y cultural que representaba la Monarquía hispánica. Esto resulta sobre todo claro si se repara en el rechazo unánime que despertó en los españoles americanos y peninsulares la invasión napoleónica a la Metrópoli y la abdicación forzada de Fernando VII en Bayona, en mayo de 1808, tras la que José Bonaparte –hermano del emperador francés– fue coronado rey de España. En la península, ese rechazo se tradujo en levantamientos contra los invasores franceses y en la formación de juntas que reasumían temporalmente la soberanía hasta tanto Fernando VII fuera restituido en el trono. Algo muy similar ocurrió en las colonias americanas, donde también se conformaron juntas que juraron lealtad a Fernando VII, a quien se seguía viendo como rey legítimo. La Junta Central que se había constituido ese mismo año para dar al conjunto de la monarquía un gobierno provisional conocía la precariedad de su legitimidad: sólo estaban representados en ella los «reinos» peninsulares, mientras no así los americanos. Para suplir esa debilidad, en enero de 1809 la Junta convocó a todas las partes de la monarquía a que enviaran sus representantes a las Cortes que se celebrarían en Cádiz, último bastión de la resistencia española. Sin embargo, muy poco tiempo después la Junta decidió disolverse y ceder su autoridad a un Consejo de Regencia, en el que ya ningún «reino» estaba representado.
Si la representación otorgada a América y Filipinas en las Cortes de Cádiz había generado controversia –mientras que se dieron nueve diputados a las colonias, treinta y seis correspondieron a la Metrópoli–, fue todavía más claro el rechazo que el Consejo de Regencia recibió de parte de algunas colonias, dado que se consideraba que en ausencia del rey sólo podía reclamar legitimidad un organismo en el que estuvieran representadas las distintas partes del Imperio hispánico. Inicialmente las colonias americanas habían reconocido la autoridad de la Junta Central, pero una vez disuelta ésta, algunas de aquéllas acusaron de ilegítima la formación del Consejo. En ausencia del rey y sin un poder provisional legítimo, las autoridades coloniales carecían de legitimidad, lo que de ningún modo significaba un rechazo al monarca. Sólo así puede entenderse que el cabildo abierto celebrado en Buenos Aires el 22 de mayo de 1810 decidiera deponer al virrey Cisneros para luego formar una junta que juró lealtad a Fernando VII, el rey cautivo.
Sin embargo, no todo terminó allí. El 25 de mayo, un nuevo cabildo forzó la disolución de la junta presidida por Cisneros y la creación de un nuevo cuerpo de gobierno bajo el nombre de Primera Junta. Como presidente de la misma fue elegido Cornelio Saavedra, un miembro de la elite porteña que había tenido un papel protagónico en la represión de las iniciativas juntistas planteadas en Buenos Aires en 1809. Lejos de declarar la independencia, la Primera Junta juró lealtad a Fernando VII, pero reclamó el derecho de reasumir la soberanía para constituir un gobierno provisional mientras durase el cautiverio del rey legítimo.
¿Por qué Revolución?
Pero si los sucesos de Mayo no representaron un giro a la independencia, ni menos aún la victoria de un grupo social sobre otro, ¿dónde está lo revolucionario de la Revolución de Mayo?
Los debates mantenidos entre los miembros de la Primera Junta mostraron un sostenido esfuerzo retórico para justificar el rechazo al Consejo de Regencia y las condiciones de la convocatoria a Cortes. Al calor de estas discusiones triunfó una idea de nación diferente de la que proponían las Cortes: si para éstas las colonias estaban sujetas al Imperio y por lo tanto debían prestarle obediencia, la Primera Junta definió su pertenencia a la monarquía hispánica en términos contractuales. Para algunos miembros de la Junta, como Mariano Moreno, las colonias americanas jamás habían suscripto contrato alguno con la corona española, sino que su pertenencia al Imperio no se debía más que a un acto de conquista. De acuerdo con esta interpretación que logró imponerse en la Primera Junta, era justa y necesaria una revisión de los vínculos con la monarquía hispánica. Fue así que buscando mantener su lugar de ciudad cabecera del virreinato, Buenos Aires convocó a los cabildos del interior a enviar sus delegados para resolver el problema. Sin embargo, la Junta Grande que resultó de esa convocatoria era tan sólo una sumatoria de «pueblos». En ningún sentido había allí una nación siquiera en germen.
Pero los sucesos de Mayo sí tuvieron un carácter revolucionario. Obligados a construir una legitimidad alternativa a la impulsada por las Cortes, los debates abiertos en Mayo representaron la instalación de un nuevo lenguaje político, basado en una idea contractual de la nación y en la representación política como fuente de legitimidad. En este sentido, Mayo fue revolucionario no sólo porque representó un acto de asunción de soberanía frente a la nación española unitaria impulsada por las Cortes de Cádiz, sino porque también implicó enfrentar el problema de definir cuál era el sujeto al que retornaba la soberanía cuando no había rey. Sin embargo, no hubo un total acuerdo sobre el punto. Mientras que para Buenos Aires la soberanía popular era sólo una porque el pueblo era sólo uno, para las ciudades del interior la soberanía descansaba en cada uno de los pueblos, por lo que algunas ciudades del virreinato rechazaron la convocatoria porteña y formaron sus propias juntas. Por todo esto, Mayo no representó el nacimiento de la nación argentina, sino el inicio de una muy agitada aventura política que se extendió por gran parte del siglo XIX.
Mayo, ¿para qué?
Pero lo importante de Mayo quizá no reside tanto en mostrar aquello que han dejado de lado los olvidos e invenciones que rodean a esa conmemoración. Mayo no representa una mera serie de sucesos que ocurrieron en el pasado y que descansan en las profundidades de la historia argentina. En el imaginario político argentino Mayo es, sobre todo, un ritual a través del cual se recrean los lazos que dan vida a la comunidad política nacional. Como todos los rituales cívicos, Mayo es resultado de una operación selectiva de olvidos y rememoraciones. De allí que lo importante no consiste simplemente en contar lo que sucedió en 1810, sino en definir los valores en torno de los cuales aquella selección de la memoria es producida en función de la comunidad política que pretende construirse. Por esta razón, Mayo ofrece a los argentinos la posibilidad de abrir cada año un debate sobre los fundamentos de nuestra comunidad política.
Como se dijo más arriba, Mayo de 1810 representó un acto de asunción de soberanía y es en tal sentido que aquellos sucesos resultan significativos en el actual contexto latinoamericano. Para los argentinos, Mayo representa la oportunidad de avanzar en la recuperación de la noción de Patria, rescatándola de la estrecha asociación entre patriotismo y autoritarismo que está fuertemente arraigada en la imaginación política del país. Poco puede dudarse de que sea ése un triunfo cultural de la última dictadura, a través del cual se ha sustraído a los argentinos la posibilidad de pensarse como miembros de una Patria, entendiendo por ella no la defensa ciega de una identidad esencialista, sino el conjunto de valores políticos compartidos que hacen posible la existencia de una comunidad política democrática basada en el respeto de los derechos humanos. Es en esta dirección que resulta deseable reconquistar la noción de Patria. Y por esto debe entenderse algo mucho más ambicioso que vestir la escarapela algunos días al año. Está en manos de la sociedad argentina saber aprovechar la conmemoración para promover críticamente ese debate.
(*) Profesor de Historia de la UNC.
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