Josefina Licitra y su nuevo libro, «Crac»: escribir para entender el silencio del padre

La cronista, una de las más importantes de la Argentina, narra en “Crac”, su último libro, las complejidades del vínculo con su padre, que en 1978 se fue del país como exiliado político, y que después dejó de hablarle.  En esta entrevista, Josefina Licitra habla no sólo de ese complejo vínculo que en definitiva la explica como escritora sino también de lo que se pone en juego -en el cuerpo y en las relaciones- cuando se narra la historia propia.

A Josefina Licitra, la escritura le atraviesa el cuerpo. Y entonces, también su historia. O al revés: su historia le atraviesa el cuerpo, y entonces también la escritura. La suya es una historia marcada por el desencuentro con su padre que, en 1978, cuando ella tenía 3 años, se exilió del país para irse a España. Era militante, y eran los años más violentos de la dictadura militar argentina. Su madre, que también era militante, decidió quedarse en el país con su hija y rearmar la vida, que hasta entonces era un mudarse continuo y angustiante. La relación con el padre, epistolar durante un tiempo, se fue apagando. Y después, se extinguió por completo.


El silencio se transformó en dolor. Y el dolor, periodista a fin de cuentas, en una crónica donde narró por primera vez el vínculo con su padre, que publicó en la revista brasileña Piauí. Aunque estaba en portugués y ella pensó que nadie la leería, eso ocurrió. La familia paterna la canceló y la ausencia se transformó en vacío. Josefina subió el volumen y publicó la crónica en castellano, en la revista Orsai. Fue peor. Entonces llegó la sentencia paterna: “No podés escribir sobre mí nunca más, ni acá ni en la China”.
Josefina no escribió más.


La escritura y la historia, le pasan por el cuerpo. Y en un momento hizo crac. Ese ruido, esa rotura, la empujó a escribir justamente el libro que acaba de publicar Seix Barral, en el que reconstruye los vaivenes de la relación. Pero además de memoria familiar, arropada con citas de grandes autores y bibliografía, “Crac” es también un libro sobre la escritura y sobre la elección entre el miedo a callar y pagar caro por eso, y el miedo a escribir, y también pagar caro por eso.
De todo eso habla Josefina Licitra -o más bien escribe y responde, vía mail- en esta entrevista.

-¿Hasta qué punto la vida y la literatura están íntimamente relacionadas y en tensión? Pienso en la imposibilidad de escribir cuanto tu padre te cancela, y en la frase que citás “Cuando en el seno de una familia nace un escritor, la familia termina”?
-La autobiografía es una forma de literatura. Se vale del lenguaje para ordenar procesos y construir sentido, sin dejar de lado la dimensión estética que se juega en el trabajo sobre la estructura de la historia y sobre el grado de nitidez de los personajes, entre otras cosas. No puedo pensar literatura y autobiografía por separado, y eso supone que, cuando hay un “movimiento” en el terreno de la literatura, ese movimiento impacta en la vida, lo que explica un poco, al menos para mí, la frase de Milosz que citás. La literatura, para que sea buena, tiene que ser honesta, no puede guardarse cositas en el cajón. Y cuando entra en el subgénero de la autobiografía, eso inevitablemente genera un impacto en la vida real. Ayer hablaba de esto con un amigo escritor, Juan Sklar, que también se expuso, y mucho, con sus autoficciones (lo suyo es una definición más porosa de la autobiografía), y concluimos en que no se puede escribir atendiendo a las demandas ajenas a la historia, al texto. Dejar entrar esas demandas es cancelar la escritura, que es lo que yo hice, con cierto padecimiento, durante años. Me hace acordar a una película de vampiros sueca, buenísima, llamada “Déjame entrar”. El título alude al centro del conflicto con el vampiro (en ese caso, con una vampiresa jovencita): él solo te va a atacar si vos lo invitás a entrar a tu casa. Si no lo hacés, puede estar chupando sangre al otro lado de la medianera, pero a vos no te va a poder tocar. Con la literatura es parecido: si dejás entrar al otro con sus “esto sí, esto no, esto tal vez”, tenés un problema de escritura. Por eso hay que dejarlo afuera y por eso se generan las tensiones. Aclaro que esta ley, para mí, solo tiene un asterisco: los hijos. La escritura es un ejercicio de poder y jamás la aplicaría sobre una persona con la que yo tenga una relación de poder tan desigual y a mi favor.

-Hay un tema que me encantó que menciones: la historia de tu mamá. Cómo, esa decisión de quedarse, de dejar de depender de la “orga”, de empezar a armarse un presente y un futuro a fuerza de un trabajo sacrificado, la deja en un lugar que parece deslucido en la Historia…
-Hablé de mi madre por todo esto que decís. Hay una categoría de persona que pasó buena parte de su vida trabajando en función del ideario de igualdad social construido y militado en los setentas, pero cuyo lugar en la Historia no fue, en cierto modo, catalogado. Es gente que no entró en la narrativa. Por alguna razón, que creo que tiene que ver con reponerse del dolor de los setentas, de esa derrota, de esas muertes, pero también con la necesidad de seguir adelante sin hacer una revisión crítica del pasado, la narrativa de los setentas se alimentó de arquetipos muy definidos e incuestionables: los desaparecidos, los muertos, los exiliados, los que pagaron con el cuerpo y la distancia. Pero creo que ya es hora de que la lectura sobre los setentas se vuelva más sofisticada, más fina y a la vez más inclusiva, y permita ver que hay muchísima gente que arriesgó el pellejo, que está acá, que está viva, que trabaja a diario sin traicionar el sistema de ideas por el que militó, y que ha sido olvidada o ninguneada por no formar parte activa del relato. Por supuesto que traer a la superficie a ese segmento de la sociedad, más aún cuando allí está mi madre, me resulta profundamente necesario.

-El título del libro -cuando uno lo dice, no al leerlo-, puede prestarse al equívoco: crack. ¿Jugaste con esa palabra o sólo refiere a los distintos cracs que suenan: tu tobillo y la relación con tu padre?
-Lo que más me gusta de esa onomatopeya es su carácter polisémico. Alude a una rotura física -que la hay en el libro-, a un quiebre emocional, a un punto de inflexión… incluso puede ser un adjetivo (”sos un crac”). Todo ese abanico de posibilidades, resumido en algo que se codifica como un ruido, y que encima entra en el summum de la economía del lenguaje (son cuatro letras) me pareció hermoso para un título. Porque dice sin terminar de decir, y por ende tiene una cuota de misterio.


-Con todo y pese a todo a lo que ocurre, hay en esa relación epistolar del principio con tu papá algo que parece acercarte a la escritora y periodista que sos.
-Absolutamente. Y eso lo descubrí durante la escritura del libro. Intentando entender cómo nacen una vocación y un oficio (en mi caso, la escritura) vi que eso que uno a veces cree que llega “de la nada” tiene, en rigor, raíces concretas. Visibles. Mi padre se exilió en 1978, cuando yo tenía tres años. Un tiempo después, empecé a mandarle dibujos y “poemas”, con todas las comillas del caso porque yo era muy chica. Creo que la primera carta de la que hay registro la escribí a los cuatro años. Y luego fue apareciendo con más nitidez la demanda familiar de “escribile a tu padre, contale tu vida, qué hacés con tus amigas, qué te gusta comer, adónde te gusta ir a pasear, qué hiciste el fin de semana, etc.”. Incluso mi abuela, la madre de mi padre, me pagaba para que lo hiciera. Yo ya estaba cobrando por escribir esas aguafuertes cotidianas. Indefectiblemente ahí hubo una semilla que se fue regando de múltiples maneras a lo largo de mi vida.

-Hay un tema que recorre el libro. Lo decís así: “me obligó a elegir entre dos temores: el miedo a callar y pagar caro por eso, y el miedo a escribir”, que también pagaste caro. ¿Te salva escribir?
-Escribir me ordena mentalmente. No sé si el orden es “salvación”. La salvación es una utopía, ya que todos vamos a morir. Aspiro a la claridad, la nitidez, la comprensión. A poder armar todas las caras del cubo mágico que me sea posible armar. Eso lo hago a través de la palabra (todos lo hacemos, a veces incluso sin darnos cuenta), solo que someto la palabra a una exigencia especial que es la que impone la literatura, que pide claridad, hondura y verdad, y necesita de la forma, de la estética, para salir al mundo. Escribir (que, en mi caso, significa también publicar) me obliga a trabajar sobre la palabra, sobre el orden, del modo más exigente del que soy capaz.


-Da la impresión de que vas subiendo el volumen. Primero la nota en portugués para Piauí; la siguiente en Orsai, y finalmente el libro. Una vez en la calle “Crac”, sentiste: mi parte está hecha? ¿Cómo convivís con esa intimidad narrada?
-Sí, siento que mi parte está hecha. Hice lo que necesitaba hacer para estar en paz y retomar mi vida tal como necesito que sea: escribiendo. El precio a pagar por eso es haber soltado parte de la intimidad familiar al espacio público, cosa que tampoco me parece grave, al contrario. Es el comienzo de otro diálogo. Estoy asombrada por la cantidad de gente que me escribe a Instagram (que es la red que relativamente uso, y digo relativamente porque no le doy mucho espacio) y me habla de sus problemas familiares y de cuánto se vio reflejada en la historia que cuento. Entonces el saldo se me hace bastante positivo, porque de repente me siento muy acompañada y reconfortada, a pesar de que, efectivamente, a veces me encuentro hablando de detalles familiares con un desparpajo extraño.


-Por lo que contás, la nota en la revista de Brasil,, fue realmente una conmoción. Ese llamado de tu abuela, diciendo: tu papá no te abandonó, y el largo silencio de tu papá, resultan impactantes. Es todo material radiactivo.
-Sí. Se presentó como radiactivo, como intocable. Dentro de un esquema de poder bastante nítido que, para ser comprendido, necesita de esta secuencia: primero, mi padre dejó de hablarme. Segundo, yo escribí y publiqué un texto sobre ese silencio. Tercero, fui cancelada familiarmente por hablar públicamente sobre eso: una cancelación que impactó en una dimensión central en mi vida, como es la escritura. Desde entonces, no pude volver a escribir. Ni sobre mi padre, ni sobre nada (dejo por fuera mi trabajo como guionista, que tiene un componente colaborativo muy alto). Por eso, la única manera de minar el poder que se estaba ejerciendo sobre mí, fue encontrar la forma, y las fuerzas, para seguir hablando. Suena fácil, pero me tomó años dar ese paso. Las vueltas de la vida, en mi escritorio tengo un cuadro de una película que amo, que es Laberinto. Y en esa película hay un maleficio que se rompe cuando la protagonista (Jennifer Connelly de chica: una belleza) le dice al rey, en la cara, “No tienes poder sobre mí”. El solo hecho de pronunciar esa frase, de darle a la palabra la categoría de escudo y de arma, resuelve el problema. O al menos pone algunas cosas en su lugar.


-Planteás, a partir del crac del pie, la relación con el cuerpo y el baile, y luego, la relación de la escritura con el cuerpo. Cuando tu padre dice no vuelvas a escribir de mi, no volvés a escribir, que es casi como desoír algo que sos, provocarle un crac a tu vocación, no?
-Exacto. Y diría que la escritura es más que una vocación: en mi vida, es un principio ordenador. Vivir sin escribir es, para mí, como vivir en una casa sin cajones ni compartimentos, donde todo está tirado y dado vuelta como después de una razzia. Se puede vivir así, pero es difícil. No es grato. En un intento por encontrar un orden nuevo, retomé una relación con la danza que tengo desde muy chica y siempre de modo amateur. Ese lenguaje nuevo me ayudó a sobrevivir mientras el otro lenguaje estaba en crisis. Fue una muleta de lujo que me ayudó a caminar mientras lo demás se soldaba. En ese contexto, que se me rompiera un pie, y que encima sucediera la misma semana en la que mi padre vino al país, fue un acontecimiento tan cargado de sentido que lo tomé para darle comienzo al libro.

-En el libro decís que todos los libros que hiciste, o la mayoría de ellos al menos, fueron maneras de buscar respuestas o de entender lo que te había sucedido.
-No necesariamente escribí todos mis libros pensando en temas autorreferenciales ni mucho menos. Pero hay un cordón umbilical que te une con la historia que estás trabajando, por más ajena que parezca, y ese cordón inevitablemente conecta con algo propio. Escribí Los Imprudentes a mis veintipico de años, porque sentía que las preguntas que se hacían mis personajes, adolescentes gays, lesbianas y trans -en proceso-, eran las mismas que me hacía yo en ese momento, más allá de mi heterosexualidad. ¿Voy a ser amada? ¿Voy a poder tener mi propia familia? ¿Mis padres van a aceptar lo que soy? Esas preguntas estaban muy subrayadas dentro del mundo de mis entrevistados, pero lo cierto es que, a mis veintipico de años, también eran mis preguntas. Entonces escribir sobre ellos era también hacerlo sobre mí. En Los Otros abordo una fractura social bastante poco trabajada y profundamente dramática: la que separa a los pobres de los marginales, una división que tiene sus propias crisis y que está muy presente en el barrio donde vivo, Floresta. Un barrio cuya población pelea a diario para no ser olvidada por el sistema político. El Agua Mala cuenta la historia de Epecuén, un pueblo que, en un lapso de tres semanas, quedó bajo nueve metros de agua. Cuando los vecinos supieron que iban a perder todo (en las zonas cercanas a la laguna Epecuén, el agua llegó en cuestión de horas, no de semanas) tuvieron que armar una lista urgente de cosas que querían salvar. Esa lista, ese sistema de prioridades que hay que armar a contrarreloj, es lo que más me tomó de esa historia porque conectaba con un acontecimiento familiar: cuando era chica, un compañero de militancia de mis padres fue secuestrado por un grupo de tareas -el Cholo Cajide, hoy desaparecido- y por razones de seguridad tuvimos que abandonar la casa donde vivíamos en cuestión de minutos. Siempre me pregunté qué eligieron llevar y qué tuvieron que dejar. El armado de esa lista es mi conexión con la historia de Epecuén. Y finalmente 38 Estrellas sí es una historia que conecta de lleno con mi universo de intereses autorreferenciales, ya que habla de una fuga de presas tupamaras en Uruguay: un país que tuvo una experiencia de militancia mucho menos sangrienta que la nuestra y que me permitió ver, con más nitidez -porque la sangre mancha mucho más que lo que uno imagina-, de qué estaba hecho el léxico de los setentas: por qué peleaban, dentro de qué marco histórico, y con qué tipo de mirada -amorosa pero también crítica- desde el presente.

-Cuando dejaste de escribir, te volcaste a hacer guiones de series. ¿Cómo te resultó ese pasaje?
-Espectacular. “Crisis es oportunidad”, dice el refranero proactivo, y en este caso es cierto. Conocí otro lenguaje con el que siempre, intuitivamente, coqueteé, ya que mis libros tienen un componente visual bastante alto y siempre escribí intentando imaginar las escenas que contaba. Pero bueno, una cosa es escribir libros y otra, guiones. El guion tiene otras reglas y forma parte de un engranaje infinitamente mayor donde entran a jugar muchas miradas: las que vienen de dirección, producción, montaje, actores, actrices. El guion es una forma de escritura casi opuesta a la que propone la literatura, ya que la escritura literaria pide soledad y silencio, y la audiovisual en cierto modo pide lo contrario. Encontrar placer y diversión en esta otra manera de construir relato, descubrir una segunda vocación, me parece un bonus track de lujo. Soy muy feliz con eso. Llegué a los 50 con dos amores que no se disputan entre sí.

-¿Cuánto cambió tu relación con la escritura después de Crac?

-Mi relación con la escritura después de Crac está, en principio, llena de luz. Abrí un ventanal. Volví a mirar del otro lado. Estoy tranquila, aliviada, hipersensible y con mucho espacio mental que estoy viendo cómo llenar. Siento que vuelvo a tener el futuro por delante.


Después de las cartas


Periodista, escritora y guionista -estuvo detrás de la serie “Cromañón”, por ejemplo- , Josefina Licitra es una de las grandes cronistas argentinas. Antes de los 30, ganó el premio a mejor texto de la Fundación para un Nuevo Periodismo, que por entonces presidía Gabriel García Márquez.

Es además autora de los libros “Los Imprudentes. Historias de la adolescencia gay lésbica en Argentina” (Planeta/Tusquets); “Los Otros. Una historia del conurbano bonaerense” (Penguin Random House /Debate); “El Agua Mala. Crónicas de Epecuén y las casas hundidas” (PRH / Aguilar); “Vámonos. La maravillosa vida breve de Marcos Abraham” (Indie Libros), y “38 Estrellas. La mayor fuga de una cárcel de mujeres de la historia” (Planeta/Seix Barral). Trabajó en el diario La Nación y durante años, fue además, editora de la revista “Orsai”, la publicación de Hernán Casciari.
Pero, podría decir ella, todo comenzó con las cartas.