Llover sobre mojado

Moyano es reacio a permitir que algo tan trivial como el desplome del país lo obligue a revisar sus actitudes y retórica.

El pretexto inventado por el camionero belicoso Hugo Moyano para suspender el paro general que había convocado para el martes en protesta contra el «rumbo» emprendido por el gobierno nacional difícilmente podría ser más absurdo – como todo sindicalista entiende muy bien, lejos de disminuir los efectos de tales medidas de fuerza, el mal tiempo suele potenciarlos-, pero ocurre que es más absurdo aún pretender luchar contra la crisis económica y social que amenaza con convertir la Argentina en un baldío organizando huelgas masivas. Asimismo, pocos tomarán en serio las afirmaciones de un vocero sindical según las cuales la CGT rebelde no puede «olvidarse de los inundados y de la gente que se vio afectada por el temporal». Al fin y al cabo, si a Moyano y sus allegados les preocupan tanto las penurias de la gente y entienden muy bien que los paros sólo sirven para agravarlas, ¿cómo pueden justificar su voluntad indisimulada de provocar más problemas de todo tipo en medio de una crisis «terminal» que, es innecesario decirlo, está afectando más cruelmente a los habitantes del país, sobre todo a los ya muy pobres, que todas las lluvias que han estado cayendo en buena parte del territorio nacional?

Es evidente que Moyano, lo mismo que tantos otros integrantes de la dirigencia tradicional, es reacio a permitir que algo tan trivial como el desplome del país lo obligue a revisar sus actitudes y su retórica. Como muchos radicales, algunos peronistas y una cantidad notable de izquierdistas de la más diversa especie, el camionero sigue repitiendo los eslóganes de siempre como si aún no se hubiera enterado de que el default es una realidad dolorosa, que la convertibilidad se ha visto consignada al basural de la historia y que sería casi imposible aislar todavía más al país del resto del mundo. Es que todo cuanto habían reclamado los populistas más vehementes antes de la caída del gobierno del ex presidente Fernando de la Rúa ya se ha concretado, pero como habían previsto virtualmente todos salvo ellos mismos los resultados de las medidas tomadas han sido catastróficos. Así las cosas, sería razonable esperar que en vista de los perjuicios ocasionados por sus «logros» los populistas ya estuvieran pensando en la conveniencia de modificar su prédica y su conducta, pero parecería que la mayoría es congénitamente incapaz de considerar la posibilidad de que sus planteos toscos se hayan basado en ilusiones. Para colmo, si bien no cabe duda de que el gobierno de Eduardo Duhalde los representa mejor que cualquier otra alternativa concebible, Moyano y distintos grupos de radicales ya han comenzado a hostigarlo. No es su propósito derrocarlo -muchos temen a que las elecciones sean adelantadas por comprender que la ciudadanía podría aprovechar la oportunidad para castigarlos-, sino debilitarlo y provocar una ruptura formal con el FMI, objetivo que a esta altura parece un tanto superfluo pero que, fantasean, les permitiría emprender una estrategia distribucionista, aumentando los salarios y creando más puestos de trabajo estatales, lo cual, dadas las circunstancias, es un disparate.

Acaso la razón principal por la que la Argentina no ha podido reaccionar frente a la crisis devastadora que está pulverizándola consiste en que la clase dirigente, sector que abarca a los políticos, los sindicalistas, los jueces, muchos empresarios e incluso los piqueteros más notorios, esté firmemente comprometida con la defensa del statu quo. En lugar de querer llevar a cabo los cambios necesarios para que el país pueda mantenerse a flote, para no hablar de prosperar, en el mundo tal y como es, sus miembros están resueltos a frustrar todos los esfuerzos por modificar un «modelo» cuyo fracaso no podría ser más patente. Pues bien: no es necesario ser un darwiniano para saber que aquellos organismos que, por los motivos que fueran, resulten incapaces de adaptarse a condiciones nuevas se condenan a la extinción. Pero si bien es claro que ni el sindicalismo tradicional ni las corrientes políticas que le son afines podrán sobrevivir intactos a la crisis, esto no quiere decir que no estén decididos a continuar luchando contra lo inevitable aunque ya debería serles evidente que las víctimas de sus proezas no serán los norteamericanos o los funcionarios del FMI, sino sus propios compatriotas.


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