Lo que queda del día (y de la noche)

Acaban de reeditar “Los residuos de la felicidad”, del talentoso Francis Scott Fitzgerald.

Pablo E. Chacón

En “Los residuos de la felicidad”, el novelista, cuentista y ensayista estadounidense Francis Scott Fitzgerald, en nuevas traducciones (enriquecidas por el carácter bilingüe del volumen) aparece como un maestro del cuento y como el ideólogo que a su pesar fue de los llamados “años locos”, antes de la catástrofe económica de 1929, cuando se hundieron los ideales de una generación que él y su esposa, Zelda, habían representado como pocos. El libro, recién publicado por la editorial Dedalus, reúne cinco cuentos, en una edición muy cuidada, compuesta por sus versiones originales, en inglés, y su traducción al castellano a manos de Eugenio López Arriazu, Francisco López Arriazu, Diego Materyn, Ariel Shalom y Gastón Sironi. Nacido en 1896 en Minnesota, su pasión por la literatura se desplegó tan rápido como su deseo de ascenso social que le permitió conocer, cortejar y casarse con Zelda, viajar a Europa, instalarse en la Costa Azul por largas temporadas y dedicarse a escribir, a nadar, a beber y a endeudarse. Amigo de Ernst Hemingway, Jean Cocteau, Gertrude Stein, Pablo Picasso, Alberto Giacometti y de cantidad de músicos de jazz -“Cuentos de la era del jazz” se titula una de sus colecciones de cuentos- la mayoría alternaba entre los Estados Unidos y París y padeció la desorientación que resultó de la Primera Guerra Mundial, conjurada por una explosión de creatividad que quizá se concentre en un año: 1922, el año de la publicación del “Ulises” de James Joyce. Pasaron los años 20 en Europa; sus mujeres eran bellas, deseadas; fumaban, bebían, usaban cortes de pelo poco convencionales, faldas cortas y soportaban infidelidades (y las practicaban): liberales como eran, no se liberaron, sin embargo, de la angustia, la neurastenia y el pánico que un doctor vienés, Sigmund Freud, había detectado en algunas de ellas, bautizadas “flappers”. Sus esposos o amantes escribían y pintaban y redactaban crónicas para los primeros mensuarios norteamericanos; registraban, a su modo, el momento previo al caos que tardaría unos años en llegar. Fitzgerald publica “A este lado del paraíso” en 1920 y dos años después “Hermosos y malditos”, una obra maestra que cruzaba la sociología salvaje, el amor al detalle y la susceptibilidad al nuevo mundo que las mujeres empezaban a descubrir. En “Bernice se corta el pelo”, primer cuento de esta colección, ese mundo aparece en su atmósfera de transición. Es, quizá, de los cinco del libro, el más feliz y preciso; el que transmite menos desasosiego; acaso el que Woody Allen eligió para ambientar su última película sobre esa París a medianoche, que recupera algo de ese espíritu cuarenta años después, y por poco tiempo. Bernice no sólo se corta el pelo sino que corta con una tradición casi victoriana (la de la costa este de los Estados Unidos), y con el anglicanismo de los orígenes cuáqueros, matriz de la pasión individualista antes que particular. Zelda, la más hermosa, la mujer de Fitzgerald, que se lanzaba al mar desde los promontorios, será una de las primeras en sucumbir a sus deseos de ambición, a los excesos del alcohol y al egoísmo de su esposo. Fitzgerald publica en 1925 “El gran Gatsby”, que muchos consideran su obra maestra. Entra al panteón de los grandes con un personaje que representa la singularidad, el asceta terminal, el jardinero fiel, el padre amantísimo, la mismísima fragilidad del cristal de Murano que se astilla contra el suelo y se entiende como metáfora de la fragilidad del lazo familiar, del lazo social, histórico y amoroso: es “El tazón de cristal tallado”. Y es la entrada de Zelda al manicomio, a la materialidad aplastante de la noche infinita, a las sesiones continuas de electroshock, a los primeros sedantes y a las salidas controladas que permitirán que su esposo, borracho consuetudinario, se traslade a su país, a Hollywood, a probar suerte como guionista, donde le va mejor con las mujeres. “Domingo loco” nos instala en ese infierno de alcohol, somníferos e internaciones. Y con todo, Scottie da a luz otra obra maestra, “Suave es la noche” (que inspirará una hermosa canción de Jackson Browne) y una cantidad despareja de cuentos, algunos extraordinarios, como éste. Cierto que transido por una tristeza que a Fitzgerald ya no lo abandonará jamás, a pesar de la fuerte protección que tiene en la industria cinematográfica. El escritor empieza a escribir “El último magnate”, pero no puede terminarlo. Hay que leer en esa inhibición la clave de un talento excepcional estaqueado por la culpa y el deseo de ceder; cuando se ha perdido todo, las posibilidades se reducen: o se empieza de cero, o se muere; al segundo infarto, Fitzgerald muere; tenía 44 años. Antes, había escrito un pequeño ensayo, una obra maestra que describe lo que es para un escritor la depresión; en “El Crack-Up”, este hombre descubre que estaba hundido hacía mucho tiempo, y que la cosa no se arregla con pastillas y autoayuda sino con un deseo que perdido, casi es imposible de recuperar si se abre la grieta por donde se cayó, no sólo él, y no sólo cierta bohemia, sino toda una manera de entender al mundo. (Télam)

Francis y Zelda, la pareja más representativa de “los años locos”.


Pablo E. Chacón

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