Los adjetivos “descalificativos” y la buena comunicación social
CARLOS E. SOLIVÉREZ (*)
El deporte de descalificar al prójimo, muy difundido en la cultura argentina, es altamente valorado por personas de todas las edades. Esto se manifiesta claramente en el uso, de manera sintomáticamente reiterativa, del adjetivo “descalificativo” (nueva categoría gramatical que es esencial incorporar al diccionario de argentinismos) “pelotudo”. Hay que agregar el que hasta unos años atrás era su sinónimo, “boludo”, hasta que adquirió una nueva acepción. Actualmente los jóvenes amigos lo usan frecuentemente –como en “Qué hacés, boludo”– para resaltar su relación de camaradería (¿o complicidad?) con el interlocutor. La palabra “boludo” cobró reciente notoriedad en los círculos literarios cuando el escritor argentino Juan Gelman la dio como una de las más características del habla nacional. Incluyo pues, en esta discusión, la primera palabra y la acepción “descalificativa” de la segunda, ya legitimadas por las academias de las lenguas castellanas (hay más de una, academia y lengua, por si no lo sabías). No se me ocurriría jamás incurrir en la insufrible moralina de achacar al uso reiterado de estos términos un carácter social disgregante. Todo lo contrario, creo que la capacidad de soportar la crítica es una de las mayores virtudes que puede tener un ciudadano y que todo lo que pueda contribuir a fortalecerla es un importante aporte a un pueblo que, como el nuestro, ha sido convocado a los más altos destinos. Creo, por eso, que será de particular interés educativo –y casi de valor patriótico– contribuir a mejorar la práctica de la descalificación mediante un aporte a la superación de su pobreza léxica. El diccionario contiene una enorme cantidad de sustantivos y adjetivos especialmente aptos para rebajar, denigrar y destruir totalmente la autoconfianza del prójimo (objetivo central de la descalificación). La variedad y cantidad de estas expresiones peyorativas permitiría, si fueran sabiamente usadas, sutilezas en el ataque y matices en la descalificación que son imposibles de lograr con un arsenal tan reducido como el actual. Lograríamos así mayor originalidad (aporte científico), eficiencia (aporte tecnológico), precisión (aporte lingüístico), cuantificación (aporte matemático) y selectividad (aporte sociológico), sin dejar de lado aportes históricos (como en el caso de “troglodita”), botánicos (por ejemplo, “alcornoque”), zoológicos (para “bestia”) y muchos otros que abrirían insospechados horizontes al conocimiento del mundo natural y social. Para cumplir estos valiosos propósitos la regla de oro es evitar las sosas generalidades. La precisión en el habla exige que señalemos de manera devastadoramente clara los defectos del otro. No basta decir que es una bestia o un animal (intolerable exceso de generalidad zoológica, justamente objetable por cualquier buen perro o gato doméstico), debemos ser mucho más específicos. Si sólo se trata de cierta lentitud de respuesta, atribuible quizás a una excesiva tendencia a la ensoñación, apliquémosle el apelativo casi cariñoso de pánfilo. Si hay fallas en el desempeño, corresponden incompetente, incapaz, ineficiente, inhábil, inútil o algún in-algo que puedes improvisar en el momento dando libre vuelo a tu imaginación, como in-comedido. A la descortés o el indiscreto, que tanto abundan, debemos denominarlos bruta o palurdo. La falta de buen juicio exige usar badulaque, cabeza de chorlito, gaznápira, majadero, papanatas o tarambana, mientras que las carencias educativas exigen un bestia, idiota, inculto o necia, aunque personalmente prefiero el bucólico “alma de cántaro”. Es digna de encomio la especial valoración que el habla castellana hace de la inteligencia, como se refleja en la amplísima gama de descalificaciones disponibles en este campo: alelada, asno, babieca, bobalicona, bobo, borrica, bruto, burro, cretina, deficiente mental, estólido, gansa, idiota, imbécil, infradotada, lela, mastuerzo, memo, mentecata, oligofrénico, pasmado, pazguata, retardada mental, sandio, tarada, tardo, tonto, torpe, zopenca, zoquete y zote. Si la estupidez del sujeto está además acompañada del engreimiento que tan frecuentemente engalana a la ignorancia, debemos necesariamente calificarlo con el valioso argentinismo “chanta” (¿o chanto?). Sin embargo la exageración inevitablemente cansa y, tarde o temprano, en vez de diferenciar, termina por hacer todo igual. Si pasaste de pelotudo, a reboludo y de ahí a requetepelotudo prueba, en cambio, la sutil técnica inglesa de la disminución. Así, si te sobrepasa el conductor de otro automóvil en curva y con exceso de velocidad obligándote a hacer una brusca maniobra que te deja al borde de un precipicio con dos ruedas en el aire, en vez de ¡¡¡requeterrecontraboludo!!! prueba con un más fino y preciso ¡imprudente! Sentirás la profunda satisfacción intelectual de haber ahondado sabiamente en el fondo de la cuestión y un grado de relajación que sólo podría darte una reiterada práctica de la meditación intrascendental. Confieso que apenas he arañado la superficie de este invalorable tesoro idiomático que son los adjetivos “descalificativos” de la lengua castellana, infinitamente más variados que los de cualquier otro idioma. La investigación de este valioso patrimonio te brindará enormes satisfacciones intelectuales y vocales. Nada mejor para realizar este potencial que encarar la tarea de mejoramiento de la expresión y la comunicación de manera solidaria e interdisciplinaria. ¡Qué bonito sería que todos pudiéramos descalificarnos de manera cada vez más precisa y efectiva! Espero finalmente, querido lector, que valores el gran esfuerzo que hice para evitar las discriminaciones de género, repartiendo las descalificaciones de manera rigurosamente equitativa entre hombres y mujeres, yendo más allá de la línea del deber marcada por la ley de cupos. (*) Doctor en Física y diplomado en Ciencias Sociales. E-mail: csoliverez@gmail.com
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