Los nuevos códigos de los que reinan en la noche

Las costumbres de las tribus urbanas que encuentran su espacio en la noche. La obsesión por el consumo y la apariencia, lo 'cool' como prioridad, la búsqueda de pareja, el sexo casual y un permanente estado

El pelado desconcierta. Pantalón de vestir pinzado, camisa a cuadros con tres botones desajustados y un collar que le tapa la mitad del cuello lo delatan: sus mejores épocas fueron los gloriosos '80. Y de ahí no se movió. A tono con una estética que reinó hace varios años, ahora luce expectante. Y lo confiesa: volvió por más. Consciente de ello, el negocio de la noche le reservó un lugar.

«Sólo para mayores de 30», escupe el corpulento de la entrada. Con la autoridad que le da una remera que dice «Seguridad Privada» establece los límites y, como patrón de estancia, reparte el ganado. El pelado encara para la puerta que le tocó en suerte. El resto también. Adentro, la máquina del tiempo parece haber funcionado a la perfección. Una selección musical que combina peligrosamente a Lionel Richie con Palito Ortega, un par de mujeres que reciclaron las hombreras y los peinados altos y un nutrido grupo de varones que exhiben con orgullo las camisas vistosas y su nostalgia por la celebrada actitud «langa» se cruzan en los pocos metros cuadrados del lugar. Los «retro». El nombre que el mer

cado encontró para hablar de aquellos que son muy mayores para ir al boliche pero aún jóvenes para dejar de ir a bailar. Una tribu que encontró su propio espacio allí donde hay espacio para todos: en la noche.

Son las dos de la mañana de otro sábado que promete entretenimiento, diversidad y mucha plata en juego. Sólo en Neuquén, Roca y Cipolletti funcionan unos 40 boliches y pubs. Algunos cobran hasta diez pesos la entrada y otros se conforman con apenas tres. Se calcula que por noche desfilan 20.000 personas de todos los niveles sociales en una rutina que empieza tímidamente el jueves y se agota el domingo. Todos ellos gastan en esos locales entre 150 y 200.000 pesos. Un dinero que no todos los dueños cuentan de la misma forma: es que los tres locales más concurridos facturan casi el 50 por ciento de las ganancias. La otra mitad se reparte a cuentagotas entre el resto.

Las insistentes luces de un patrullero en «recorrida preventiva» decretan la largada. En pocos minutos las calles de la región recuperan el ritmo de sus mejores horas y el negocio de la noche se prepara para abrirle de lleno las puertas a todas sus caricaturas. Ahí están. Las preadolescentes y su obsesión por el consumo. Los treintañeros «cool» y la estética. Los «retro» y su manía por seguir pasándola bien en un mundo que ya fue. Ya cambió. Los gays y una libertad que cada vez los aleja más del gran 'closet' regional. Todos juntos. Todos revueltos. Son las dos de la mañana y nadie quiere que el tiempo pase. Que salga el sol. Bienvenidos.

 

Pollitas en fuga. Las nenas están encantadas con la pose. Tienen entre 13 y 15 años, hablan a los gritos, se miran, desafían, seducen con postura de manual y se obsesionan por reemplazar sus nombres por otro más directo: «che, boluda». Son parte del nuevo ejército de chicas que está cambiando los códigos de la noche. Candela y Luciana, su mejor amiga, integran la tropa. Altas, flacas y con el encanto propio de su edad confiesan su amor por la ropa de marca y su afición por el boliche. «Nosotras el año pasado insistimos durante meses pero no nos dejaron ir. Recién ahora nos dieron el permiso. La pasamos bien, están todos los chicos de nuestro curso y lo único que hacemos es bailar y charlar entre nosotras», cuentan. Y aclaran: «Nadie se zarpa». Hablan de una noche aséptica. Precoz. Urgente. Preparada para aquellos que responden casi instintivamente a los mandatos de un mercado que cada vez los quiere más niños.

«Claro que hay diferencias con las generaciones anteriores. Pero el tema de los chicos en la noche creo que es absolutamente responsabilidad de los padres. A mi boliche entran sólo mayores de 16 años, pero en la noche hay otros de 13 ó 14 años que ingresan a los locales y allí consumen alcohol, hacen lo que quieren. Pero vuelvo al tema de los padres: ¿qué pasa cuando llegan a la casa después de bailar? Los padres deberían estar atentos a esas cosas. No sólo es un problema de la noche, también deben hacerse cargo desde la casa», aclara Orlando Mayer, propietario de Punta Zero, el boliche que eligen los adolescentes roquenses a la hora de salir a bailar.

De pies a cabeza «Cande» viste 47 Street, zapatillas a lo Floricienta y unas pocas mechas rubias. De su pantalón cuelga un celular y en los ojos, un «detalle»: lentes de contacto de otro color. «Se los pedí a mi mamá y no tuvo problemas», dice. Su amiga parece calcada. «Nos encanta la ropa de marca. Te da personalidad, no sé… te hace distinta. Pero no nos compran siempre… a veces. Y lo de los

celulares es por seguridad. Cuando nuestros padres nos quieren ubicar nos llaman y listo. Cada vez más chicos tienen uno», convencen con discurso de vendedora automatizada. Están entrenadas. Consumen y no cuestionan. Juran fidelidad a un comercio que a ritmo febril diversifica su oferta: celulares último modelo, líneas exclusivas de ropa que adaptan los modelos adultos, perfumes que ya nada tienen que ver con la inocencia de «Mujercitas», maquillaje, revistas: un impresionante negocio que en la Argentina no para de crecer.

Las chicas bailan hasta tarde a la misma edad en que sus padres se acostaban temprano, hablan de moda, cuidado personal y apariencia con la misma presión que mujeres que las triplican en edad y de noche se muestran desconcertadas ante un personaje que las excede: parecen mujeres pero siguen siendo niñas. «Nosotras no tenemos novio, pero la mayoría de las chicas sí. Algunas transan en el boliche pero nunca concretan. A veces están con dos chicos en la misma noche, pero sólo besos. Otras no tienen problemas», dicen. La noche las encuentra sexualizadas, consumistas y apuradas. Allí mandan y redefinen: donde antes había adolescentes ahora hay niñas-mujeres. «A veces vienen a hablarnos tipos que podrían ser los hermanos mayores de nuestros padres, unos babosos… ahora aprendimos a cortarles el rostro y no darles bola», rematan y una cosa queda en claro: mientras ellas juegan a ser grandes, otros fantasean. Los límites quedan borrados de un plumazo.

«Se juega con el deseo de los chicos de ser más grandes. Se hacen viejos cada vez más jóvenes porque están siendo marcados como mercado. Se promociona una niñez muy comercializada (…) Educadas en un contexto social en que los cuerpos de las modelos sirven para vender productos, ambientes y estilos de vida, las adolescentes sienten una fuerte presión que las empuja a comprar todo cuanto sea necesario para asumir ese papel. Eso se cobra una importante factura psicológica, además de la factura financiera», advierte la escritora Alissa Quart en su libro «Marcados: la compra y vent de adolescentes». Habrá que escucharla.

 

La hoguera de las vanidades. «Estoy podrida de salir a bailar y encontrarme en la barra con mis alumnos. No hay lugares para nosotros, los de veintipico o treinta», se queja Ana con tono de docente angustiada y fija posición: es parte de una generación que se siente echada de las pistas de los boliches y se refugia en pubs y bares. Hace mucho calor en la esquina más concurrida de Neuquén y la vereda rebalsa de gente. Adentro la música atenta contra cualquier conversación. De todas formas, Ana y sus amigas superan el escollo. Clonadas, chillonas, modernas, lanzadas y muchas veces al borde de la tilinguería, confiesan: ellas y ellos están buscando un lugar en el reino de la apariencia. «A estos lugares la gente viene a levantar. Son muy pocos los que vienen a charlar entre amigos. Es así, nadie quiere irse solo al departamento cuando la noche termina. Y para levantar tenés que estar bien, verte linda, flaca, superada, divertida».

A dos metros, los chicos miran con ganas. Lucen atléticos, sofisticados y ajenos a este mundo. La rutina de gimnasio les da cierta seguridad y están dispuestos a aprovecharla. «Es sencillo: nadie se pasa dos horas produciéndose para salir a tomar una cerveza. Todos quieren sexo, acción. Las chicas dicen que sólo les importa el interior de la persona, pero si sos feo o estás mal vestido no te dan pelota. Nosotros caemos en la misma. Si es una diosa, mucho mejor. Es todo un caretaje».

Exponen así una tendencia que define al Estados Unidos actual y que de a poco se va instalando en nuestro país. Allí, un censo detectó recientemente que un tercio de los hombres y casi un cuarto de las mujeres de entre 30 y 34 años nunca se han casado. La cifra es cuatro veces mayor a la cantidad de gente que cumplía esas condiciones en 1970. Son parte de una ge

neración que cree en la familia, pero se ubica en el rol de hijos. Prefieren vivir con sus padres antes que emanciparse y perder tiempo en los quehaceres domésticos. El dinero y la juventud cobran más importancia que antes y eligen relaciones pasajeras para no entorpecer su meta: el éxito personal. Una de las consecuencias: a los treinta y pico, la mayoría vive con sus padres. En el transcurso de la noche hablarán algo, mirarán bastante y tomarán otro tanto. «Antes no le daba tanta bola al tema de la pilcha, pero con el paso de los años no me quedó otra. Lo que pasa es que no quiero irme de mambo con el tema… acá ves gente que pareciera que lo único que tiene para ofrecer es un pantalón de marca…», dice Ana y se despide.

El pub neuquino parece más espacioso que un ring de boxeo. Pero el espíritu es el mismo: dar batalla y salir triunfante. Los que no cumplen con los requisitos que la apariencia impone son expulsados. Sin chance a nada. Obligados a buscar asilo en otro lado. Lejos de allí y bajo otras reglas.

La mirada de los otros. «Ya no tenemos ganas de escondernos. Acá estamos y queremos pasarla bien». El discurso sobre la visibilidad gay en la región suena lógico, pero pierde fuerza cuando termina la entrevista. «¿Para qué querés mi nombre completo? Poné Matías y listo…». Consciente de la contradicción, Matías, o como se llame, define una postura: el gay de la región comenzó a salir del closet, pero todavía mantiene un pie adentro. Una incipiente salida que, de todos modos, alcanza para empezar a ganar espacios en la noche. Dos boliches exclusivamente dedicados a la comunidad, en la periferia neuquina y cipoleña dan cuenta de ello. Lesbianas, gays, travestis y unos pocos héteros en busca de «algo distinto» alimentan un negocio que se hace fuerte cuando desaparece la inhibición. La noche gay ofrece sus propios «tics». Reemplaza el desborde «rollinga» o «cumbiero» por el tono medio del dance, estimula la obsesión por la apariencia e impone el glamour como prioridad. En la era del «coming out» destierra el prejuicio e inaugura otro espacio: el refugio del «caído en desgracia» por su condición de diferente. Desafía, provoca y ofrece garantías: «En este lugar está todo bien. Podés hacer lo que quieras, ser vos», repiten todos.

Alto, flaco, lookeado y de andar pretencioso, Matías se muestra varonil y reniega de la «loca» que inmortalizó el estereotipo. «Lo que puede ser distinto es que acá viene mucha gente que durante toda la semana está tapada. En los laburos, con sus familias o amigos se cuidan, se muestran diferentes y el sábado a la noche explotan. Es que es el único momento en que quizá se muestran como verdaderamente son. Puede ser que todo se viva en una misma noche: vestirte como querés, bailar como te gusta, levantar, charlar… lo que sea. Creo que es una noche más al palo que otras, con otras cosas en juego… pese a que vos mirás la pista y sólo ves gente que baila y baila durante horas… pero atrás pasa de todo», descubre, lejos de la mirada sancionadora de aquellos que se asumen «normales».

 

Según pasan los años. El espíritu «ochentoso» domina el lugar y el pelado se siente a gusto. A esta altura parece uno más, aunque él se niega a creerlo. Se decide y apura la búsqueda. Mira y elige. Una divorciada y su correspondiente amiga en pose erótica, una soltera buscando anillo de casada y dos matrimonios celebrando el regreso en el tiempo. Una cuarentona orgullosa de sus siliconas y una treintañera con espíritu de «lolita» que finge no registrar a nadie. Ni al par de cincuentones que parecen querer cambiar rutina matrimonial por sexo casual, ni a un grupo de amigos que tienen tatuada la palabra «aburridos» en la cara y no dejan de ficharla, ni al «cheronca» que exagera el gesto y automáticamente pierde puntos. La movida parece calculada. Previsible. Primero la música disco y la llegada de los bailarines al centro de la escena. Luego el pop más rabioso y la diversión. Finalmente los lentos y la hora de la acción.

La noche los encuentra con ganas de repetir códigos. Un trago para empezar la charla, un «speach» un tanto más largo para lograr el revolcón y muchas ganas de cuidar las formas: nadie se sale del rol preestablecido. La divorciada busca alcohol y entabla conversación en la barra y la soltera espera la gran oportunidad. El pelado sigue mirando y no se decide. No es el único. «A cierta edad, lo pensás dos veces. Ya no hay tanta búsqueda compulsiva de sexo, tantas ganas de levantar, eso ya lo viviste en los veinte. Ahora estás buscando otra cosa, no sé alguien interesante con quien charlar y ver qué onda, una persona que te ofrezca algo más…». El levante pierde fuerza y abre el espacio para el encuentro. Los «retro» se convierten en solos y solas con un gran objetivo: dejar de serlo. Casi todos están un poco más gordos, inevitablemente más viejos y más cansados. Los «'80» fueron su época dorada y parecen dispuestos a reciclarla cuantas veces sea necesario.

«Ese segmento de gente siempre es un buen negocio. Aunque son menos en cantidad que otros grupos, son muy gastadores. La mayoría son profesionales y tienen muy buen pasar económico. Es así, los chicos podrán establecer modas y horarios, pero los que siguen manteniendo el negocio a flote son los mayores», sentencia Augusto Scoccia, responsable de Ticket, el boliche neuquino que reservó un espacio para los «sénior».

Son las seis de la mañana y ya empezó la cuenta regresiva. La noche se acerca a su fin. En pocos minutos más se cruzarán en las calles con preadolescentes, veinteañeros y gays emprendiendo también el regreso a casa. Es probable que no se miren a las caras. Que no crucen palabra. Que nunca pisen los mismos sitios. Pero también que en una semana vuelvan a poner de nuevo todo en marcha. Que otra vez empiece la búsqueda.

 

Adrián Arden

adrianarden@rionegro.com.ar

Notas asociadas: RADIOGRAFIA: Tendencia: Los «chavs», un fenómeno que crece    

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