Mándeles copiar cien veces… que eso no se dice, que eso no se hace
Por María Beatriz Gentile (*)
Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, en seguida a aquellos que permanecen indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos”. (Ibérico Saint Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires; declaraciones hechas en mayo de 1977)
“No, no se podía fusilar… la sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos… no había otra manera. ¿Dar a conocer dónde están los restos?¿Pero qué podemos decir? ¿En el mar, en el Río de La Plata, el Riachuelo?” (Declaración de Jorge Rafael Videla citada en el libro de María Seoane y Vicente Muleiro).
Goethe afirmaba que sólo valía la pena conocer el pasado para librarse de él. Algo así como ahuyentar del presente los fantasmas de la historia. Buen consejo a tener en cuenta a 29 años del golpe de Estado de 1976, cuando hemos visto reaparecer en nuestra escena local algunos fantasmas del pasado: amenazas telefónicas, “aprietes” personales, actos intimidatorios, custodias, anónimos. Todo esto sostenido por el lenguaje de la sospecha y de la intriga que nada aclara y todo lo confunde.
En nuestro país reafirmar el carácter democrático de nuestro sistema de gobierno no es poco. Para los argentinos, vivir en democracia es un valor fundamental que trasciende el ejercicio de votar cada cuatro o seis años. Como dice una definición popular, “Democracia es cuando llaman a la puerta de tu casa a las cinco de la madrugada y piensas que es el diariero”. Y en la Argentina, después del 24 de marzo de 1976 esta definición es más que elocuente. La dictadura dejó 712 muertos en la guerra de Malvinas, 30.000 desaparecidos y 341 centros de detención clandestina detectados por la Justicia. 1.200 militares fueron acusados de violaciones a los derechos humanos, entre las que se encuentran el secuestro, la tortura, el asesinato y el robo de niños. Revisar en detalle la herencia económica dejada por la dictadura nos llevaría demasiado tiempo, pero recordar algunos nombres como Martínez de Hoz, términos como “plata dulce” o frases al estilo de “achicar el Estado para agrandar la Nación” puede servir para activar el mecanismo de la memoria colectiva.
Podríamos preguntarnos, entonces, ¿por qué recordar una fecha tan trágica como lo es el 24 de marzo? Más allá del buen consejo de Goethe, sabemos que el temor al “olvido” y la presencia del “pasado” son procesos simultáneos y en clara tensión. Por ello, en un sentido político, las “cuentas con el pasado”, en términos de responsabilidades, reconocimientos y justicia institucional, se combinan con urgencias éticas y demandas morales, que no siempre son fáciles de resolver por la conflictividad política en los escenarios donde se plantean. Y si no es así, pensemos en las palabras del vicario Baseotto, cuya referencia “…que les cuelguen una piedra al cuello y los tiren al mar…” remite a un pasado que, con esfuerzo institucional y social, se intenta saldar desde hace tiempo.
La responsabilidad institucional frente a acontecimientos traumáticos de carácter político o cuando se trata de profundas catástrofes sociales y de sufrimiento colectivo es fundamental para el sostenimiento de un orden democrático. Sabemos que mientras las catástrofes naturales solidarizan al conjunto social, las sociales desagregan y dividen. El Estado es responsable en primera instancia de reconocer dicha “deuda”, y así ha quedado documentado en la voluntad política del actual gobierno de la Nación al alentar en el Congreso la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, de convertir la Esma -símbolo del horror de la dictadura- en Museo de la Memoria, completar el conjunto de leyes reparatorias para las víctimas del terrorismo de Estado, extraditar a los genocidas buscados por crímenes de lesa humanidad en otros países, abrir los archivos de las fuerzas de seguridad que actuaron en forma clandestina, eliminar trabas y prebendas para que los responsables de estos crímenes sean juzgados y, en general, dar existencia material a una política pública de derechos humanos en la Argentina.
Igualmente es sabido que todo esto no alcanza, porque nadie ha podido elaborar un índice estadístico que mida el dolor de una tumba inexistente, que repare la ausencia de un padre o de una madre, que sane el horror de perder la propia identidad, que aliviane la pesada carga de sentirse hasta culpable por haber sobrevivido o consuele la soledad del exilio. Difícilmente pueda algún cientista social o político encontrar una tasa que mida el sufrimiento y aplicar de modo matemático una respuesta para obtener soluciones. Pero a pesar de lo irreparable de todo ello, en esta Argentina hemos comenzado a saldar “cuentas con el pasado” en lo que sí puede y debe hacerse.
No hemos terminado aún y por ello es necesario que la sociedad en su conjunto continúe demandando en este sentido.
Y a aquellos que intenten revivir el pasado y nos amenacen con dar vida a los fantasmas de la historia, habrá que mandarlos a copiar cien veces que esas cosas no se dicen, que esas cosas no se hacen…
(*) Secretaria Nacional de Derechos Humanos, delegación Neuquén.
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