Metamorfosis

Estrujó el papelito una vez más. Una vez más, lo desplegó, miró la dirección y los nombres: Facultad de Derecho, doctores Fulano y Mengano. ¿Falta mucho?, preguntó al taxista, una vez más. El -una vez más- dijo no señora, casi llegamos. Y agregó en tono casual: ¿usted no anda seguido por aquí, no?

No, claro. Estas avenidas no eran su zona. Su zona transitaba entre carteles y marquesinas, y cuando andaba del brazo de Juan, la Secretaría, el Luna Park, las reuniones, el nuevo mundo que se había abierto desde aquel terremoto, cuando sus heroínas del radioteatro empezaron a habitarla. Y ahora, conjurado desde las entrañas de esta ciudad, un terremoto distinto y tan drástico como el otro, amenazaba con llevárselo todo.

¿Qué hacer? Desde que ellos se lo llevaron ¡ellos, sus camaradas de armas!, nadie sabía qué hacer. Si hasta él se había ido entre cómplice y resignado, como si en el fondo esto fuera un juego, y ella a los gritos y los insultos, y él incómodo, quedate tranquila Negrita… Y ahora estaba preso en una isla.

El papelito estaba húmedo de transpiración, la blusa también, ¿se le notaría? Se habría corrido el maquillaje? Buenos Aires ardía. Octubre ardía. La radio del taxi no pasaba noticias, solamente esas tristes milongas de Magaldi. Palpó las cartas, todas apiñadas en el bolsito. Cartas de amor, de nostalgia, nada que pudiera guiarla en esos días inciertos, angustiosos. Juan soñaba con un final feliz, y un viaje al sur, le prometía un futuro tranquilo en la Patagonia. ¿Sería una clave? O estaría pensando en serio, ¿ese iba a ser el epílogo de la heroína? Para eso dejó la vida sin horizontes de Junín, para eso las pasó todas, pagó los derechos de piso de provinciana pobre y justo cuando el destino cambiaba… mundo engañoso la política, mundo arriesgado, en el que empezaba a manejarse, a entender sus señales, a vestir el ropaje de esa gente que sólo la aceptaba porque estaba Juan.

Llegamos, señora. La voz del taxista la sacó de esa mezcla de frustración e incertidumbre. Pagó, otra vez desplegó el papelito. Ojalá estos doctores supieran qué hacer, se los habían recomendado bien, los abogados entendían esos asuntos de presentaciones y reclamos… aunque ella nunca había confiado demasiado en las leyes y la justicia. Bajó, asombrada del enorme edificio, de los carteles y pibes apiñados en la entrada, las escaleras. «Fuera nazis del gobierno. Viva la democracia y los aliados». ¿En qué mundo vivían?

La voz del taxista mientras arrancaba en una brusca acelerada, la sobresaltó. Aquí tienen a la puta del coronel, gritó el hombre, y el mundo se le desplomó encima. Las caras vueltas hacia ella, los dedos señalándola, un grupo que la cercaba, puta, bataclana, andá a buscarlo a Martín García, carcajadas, alguien la empujó por detrás, alguien le pegaba, una escupida le salpicó la blusa, se mezcló con sus propias lágrimas, los brazos cubriendo la cara, el peinado deshecho, correr, zafarse a los empujones, el papelito aferrado en el puño, la calle, el chirrido de una frenada, la otra vereda…

Los frenéticos latidos de su corazón se arremansaron con sus pasos, se lentificaron. Sacudió la cabeza, levantó los hombros, se acomodó la ropa. Tiró el papelito, y con él, cayeron los últimos vestigios, la tenue gasa de legalidad, de seguridad prestada que durante esos meses la cubrió como un capullo. Se quedaron en el asfalto, con sus mocos y sus lágrimas.

Oiga, le dijo al hombre que arreglaba una puerta. El la miró. Ese cuerpo le hizo fruncir los labios camino a un silbido de admiración. Algo en esos ojos lo detuvo. Ella dijo: ¿cómo llego a la cegeté?

 

María Emilia Salto

bebasalto@hotmail.com


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