Modelo para armar

A pesar de todas las muchas desgracias económicas y sociales que les ha causado la decisión de compartir una moneda con los alemanes y otros de mentalidad parecida, no sólo los dirigentes griegos, italianos, españoles y portugueses sino también los ciudadanos de a pie de sus países siguen aferrándose al euro. Para muchos, se trata de una cuestión de orgullo patriótico o de compromiso con el proyecto europeo, pero otros entienden que sería erróneo atribuir los gravísimos problemas que sufren a nada más que una tasa de cambio que no los favorece. En su opinión, abandonar el euro permitiría que se consolidara la brecha que los separa de los demás. Reconocen que, si lo que quieren es disfrutar del mismo nivel de vida que los europeos del norte del continente, no tendrán más alternativa que ser, en su conjunto, tan productivos como ellos, lo que, desde luego, los obliga a emprender una multitud de reformas estructurales ingratas que se verán resistidas por los conformes con el viejo orden. Aquí, la reacción colectiva frente a la crisis muy similar que socavó el gobierno del presidente Fernando de la Rúa fue muy diferente. Luego de haber apoyado la convertibilidad durante años, la mayoría la abandonó de golpe, declarándose víctima inocente de un fraude maligno e, instigada por políticos influyentes, convenciéndose de que el uno a uno nunca había sido más que un relato absurdo propagado por neoliberales desalmados y sus amigos del FMI, un organismo cuyos técnicos, dicho sea de paso, no habían sentido entusiasmo alguno por el esquema ideado por Domingo Cavallo. Los europeos del sur son reacios a resucitar sus viejas monedas, dracma, lira, peseta y escudo, en parte porque saben que, si bien hacerlo podría ayudarlos a solucionar algunos problemas políticos y sociales inmediatos, no les ahorraría la necesidad de elegir entre modernizar sus respectivas economías por un lado y resignarse al atraso por el otro. Sin que nadie lo admitiera, en los días finales del 2001 aquí la clase política optó por la segunda alternativa. Es verdad que la convertibilidad era sumamente rígida y que, de haber sido la Argentina un “país normal”, a ningún gobierno se le hubiera ocurrido atar el peso al dólar estadounidense, pero sucede que largos años de inflación crónica, con esporádicos picos hiperinflacionarios, le habían enseñado que, por las razones que fueran, era mejor no dejar que los políticos locales se encargaran del manejo de la moneda nacional. Al desplomarse la convertibilidad, la mayoría pronto llegó a la conclusión de que el desastre se había debido casi exclusivamente a las innegables deficiencias inherentes al esquema. Pudo haberse preguntado si una sociedad claramente incapaz de convivir con lo que seguiría siendo la moneda de referencia estaría en condiciones de prosperar con una proclive a devaluarse cada tanto, pero por motivos comprensibles pocos políticos querían considerar tal posibilidad. Tampoco les pareció significante que en Hong Kong y Singapur versiones de la convertibilidad hayan brindado resultados extraordinariamente positivos; las economías de ambas ciudades son mayores que la de Chile y el ingreso per cápita está entre los más altos del mundo. Puede argüirse, pues, que la dirigencia nacional aprendió la lección equivocada. Por cierto, luego de una recuperación coyuntural impulsada por una devaluación brutal, un ajuste dolorosísimo y un viento de cola poderoso que soplaba desde China, el país no tardó en reencontrarse con viejos amigos como la inflación y el estancamiento. No hay motivos para suponer que mucho esté por cambiar en los próximos años. Es tan fuerte la oposición de empresarios, sindicalistas y políticos a las odiadas reformas estructurales que los gobiernos de las sociedades culturalmente afines del sur europeo están tratando de llevar a cabo que es de prever que los defensores del statu quo atribuyan el saldo desastroso del “modelo” de Cristina no al facilismo populista sino a la corrupción, la impericia de sus colaboradores o el mal desempeño de los demás miembros de la llamada comunidad internacional. Desde la Segunda Guerra Mundial, sucesivos gobiernos argentinos han probado suerte con “modelos” económicos supuestamente novedosos que, aseguraron, servirían para que por fin el país recuperara el lugar de privilegio que ocupaba a comienzos del siglo XX. Todos, tanto los calificados de liberales como los populistas, los ortodoxos como los decididamente heterodoxos, fracasaron de manera tan aparatosa que el gobierno siguiente se sintió obligado a intentar algo radicalmente distinto. A fines del 2001 se consolidó el consenso de que, por haber sido el desastre más reciente consecuencia de la rigidez propia de la convertibilidad combinada con privatizaciones insensatas, convenía hacer todo al revés, de ahí el “modelo” de Cristina que, según parece, se basa en la idea de que con el Estado –mejor dicho, el gobierno– en el asiento del conductor hay que pisar bien fuerte el acelerador y correr hacia adelante, saltando por encima de los obstáculos puestos en el camino por gente malísima, ya que en última instancia lo único que realmente importa es la voluntad de los responsables de manejarlo. Por desgracia, el esquema elegido por la presidenta compartirá el triste destino de todos los demás que se han ensayado a partir de mediados del siglo pasado. Para continuar funcionando, necesitaría recursos financieros que nunca estaría en condiciones de generar. Así, pues, dentro de poco el gobierno que surja de las elecciones de octubre o, tal vez, noviembre tendrá que improvisar un nuevo modelo usando piezas dejadas por su antecesor. No le será fácil. A pesar de todo lo sucedido en los últimos años, muchos siguen convencidos de que adoptar una política económica más ortodoxa –o sea, una más parecida a las preferidas en los países desarrollados– significaría volver a la década de los noventa para entonces repetir el mismo ciclo que, como todos saben, terminó muy mal. Lo que quienes nos advierten contra tal peligro dicen querer es una estrategia más imaginativa, más heterodoxa, que nos ahorre las dificultades que suelen ocasionar los intentos de reanimar una economía desfalleciente. ¿Existe una? La verdad es que no hay motivos para creerlo.

SEGÚN LO VEO

JAMES NEILSON


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