Mujeres en las pandillas: captadas, violadas, asesinadas

El accionar de los “maras” es especialmente cruel con las mujeres. Dejan a sus novias por seguridad, las abusan en grupo y las matan. Ser linda y pobre se vuelve pesadilla.

Debates | Violencia en El Salvador

SAN SALVADOR, El Salvador (AP).- En un país sometido al terror de las pandillas se les ha dejado a los muertos la tarea de romper el muro de silencio levantado alrededor de la violencia sexual.

Sobre todo, a los cuerpos violados de mujeres muertas. A los restos destrozados y descuartizados de adolescentes y niñas recuperados de cementerios clandestinos, testigos, ya silenciosos, del sadismo ejecutado por pandilleros que utilizan y desechan a sus novias cuando sienten que saben demasiado, que las entregan a que las viole la pandilla a la que pertenecen, que las asesina sistemáticamente.

Ni siquiera las autoridades son capaces de ponerle cifras al fenómeno.

La violencia sexual en El Salvador no se refleja con exactitud en ninguna estadística. La amenaza constante satura el ambiente y frena la denuncia. El abuso sexual es tan generalizado desde la infancia que, en muchos casos, la violación se vive como parte del proceso de pasar a la vida adulta y quienes pueden, abandonan el país en búsqueda de seguridad antes de soñar con encontrar justicia en un sistema más habituado y caracterizado por la impunidad.

Abogadas especializadas en inmigración en Estados Unidos dicen que en el último año han detectado un aumento sustancial de mujeres y niñas centroamericanas que solicitan asilo después de haber sido víctimas de secuestros y violaciones. Y que sus relatos son similares a los ofrecidos por las mujeres que escapan de las guerras africanas.

“Vemos un aumento exponencial”, dice Lindsay Toczylowski, una abogada que trabaja en Los Ángeles para la organización Catholic Charities. “Lo que sucede en Honduras y El Salvador es una evolución de la guerra de las pandillas. Se trata del mismo fenómeno que se da en otras situaciones de guerra a lo largo del mundo en las que se utiliza la violación como un instrumento para aterrorizar a la población”.

Además, los seis millones de habitantes de El Salvador ya están expuestos a la segunda tasa de homicidios más alta del mundo después de su vecino Honduras. En un país de lagos y volcanes, las fosas comunes se multiplican como lo harían los hongos silvestres tras una tormenta.

Al caer la noche, la cacofonía del tráfico se abre paso entre el chillido agudo de miles de pericones, una especie local de loros, y se funde con los lamentos de los familiares y amigos de los muertos de cada día.

La mayor parte de la violencia del país lleva la firma de dos pandillas, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, creadas al sur de California por migrantes mexicanos y centroamericanos que luego se extendieron por El Salvador, Honduras y Guatemala cuando Estados Unidos comenzó a deportar jóvenes a sus países de origen en la década de 1990. Sus filas se han incrementado hasta contar con decenas de miles de miembros en cada uno de los países.

Las cifras oficiales sólo muestran 239 mujeres y niñas asesinadas en lo que va del 2014 en El Salvador, el número de hombres asesinados es diez veces mayor.

A mediados de octubre se han registrado 201 desparecidas. Hasta agosto se habían denunciado 361 violaciones, dos tercios de ellas a menores de edad. Pero esas cifras ni siquiera comienzan a contar la historia. No son más que la punta del iceberg.

La Organización Mundial de la Salud calcula que apenas el 20% de las violaciones es reportado y que en El Salvador el porcentaje podría ser más bajo todavía. Tampoco se denunciarían todas las muertes y desapariciones.

“Hay casos en los que la madre sabe cómo ha muerto su hija y no puede hablar porque los mismos pandilleros que la violaron y mataron acuden a la vela a dar el pésame a la que consideraban su novia”, dice Silvia Juárez, abogada del Observatorio de la Violencia de Género de El Salvador. “En este contexto, el Estado es incapaz de ofrecer protección a las víctimas”.

Barrio 18 y Mara Salvatrucha son las dos pandillas más fuertes de El Salvador y quienes estudian su comportamiento dicen que es común que las mujeres integradas en la pandilla sean carne de violación.

Eso no quita que muchas de las víctimas sean, simplemente, elegidas al azar y secuestradas.

Pero pocas se atreven a hablar de este tema en público.

El miedo, omnipresente

En la escuela pública Joaquín Rodezno, en el centro histórico de San Salvador, cerrada a cal y canto y protegida por un guardia armado, seis adolescentes aceptaron hablar del tema sin hacer pública su identidad.

Viven en una zona controlada por pandillas. Cuando se les preguntó si conocían el fenómeno de las violaciones en grupo de las pandillas, tres de ellas dijeron conocer directamente a alguna víctima. “De eso no se habla. A quien le ha pasado eso, se lo calla’’, dijo una de ellas.

Sandra, una joven de 18 años de la provincia de La Libertad, logró escapar. En Los Ángeles, donde espera que se resuelva su situación migratoria y sin dar más datos que su nombre de pila, describió la violencia diaria a la que están sometidas las jóvenes salvadoreñas.

Primero, una de sus compañeras de clase quedó embarazada de un pandillero. Después la prima de otra desapareció. Estaban sentadas en el parque cuando un auto estacionó frente a ellas y la llamó. Se subió y nunca más volvieron a verla.

“Los mareros van buscando novia y te siguen”, dijo.

Incluso, en la relativa seguridad que ofrece encontrarse fuera del país, Sandra rompe a llorar cuando recuerda a su madre, que no pudo hacer nada para protegerla de los pandilleros que la obligaron a abandonar El Salvador.

El hermano del novio de su madre fue quien comenzó a seguirla al salir de la escuela diciéndole “que podía levantarme cuando quisiera y tantas veces como quisiera”. Él mismo la agredió una vez en su propia cocina.

Sandra se contactó con su tía en Estados Unidos, quien le envió el dinero para viajar ilegalmente hacia el norte, que le permitió repetir el mismo viaje que ella ya había hecho al quedarse embarazada también tras una violación.

Toczylowski, una de las abogadas que ayudan a Sandra, dice que entre los miles de centroamericanos que se han entregado a las autoridades de Estados Unidos cuando comenzó a extenderse el rumor de que se les permitiría quedarse, ha entrevistado a muchas chicas que hablan de violaciones en sus colonias y escuelas en América Central.

Dice que los pandilleros les dejan claro a sus víctimas que “si lo denuncian, sucederá de nuevo o se lo harán a su hermana pequeña”.

Los pandilleros jóvenes participan en las violaciones colectivas y los asesinatos como parte de su proceso de aprendizaje de la ley del silencio, de su integración al grupo, de su falta de escrúpulos. Los barrios caen ante el terror de la amenaza y el mensaje que se les envía.

Cualquier niña podría ser la próxima.

“Son tuyas las jóvenes, son tuyas las calles, son tuyas las paredes, son tuyas las personas”, explica el antropólogo Juan Martínez.

“Muchas jóvenes que han crecido en este contexto de violencia sexual no pueden darse cuenta de su anormalidad”, dice Jeanne Rikers, experta en el mundo de las pandillas de la organización no gubernamental Fespad.

Se “acompañan’’ a los ocho, nueve o diez años. No lo ven como una violación sino como parte del proceso de entrada en sociedad. “Una mujer pensaría que si ya se lo ha hecho su papá o su hermano mayor, mejor se va con un pandillero, que es el más cabrón de todos pero al menos no dejará que nadie más la toque’’, explica Rikkers.

El Ministerio de Seguridad de El Salvador tiene registradas unas 1.500 clicas de las pandillas en el país, con entre 15 y 40 miembros cada una.

“Todo pandillero es victimizador de mujeres. Toda clica tiene ese comportamiento. Si hay entre 60.000 y 70.000 pandilleros en El Salvador, imagínese a cuántas mujeres les habrán hecho eso”.

Alberto Arce

AP


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