Nació en Bariloche, trabajó con Premios Nobel y ahora estudia el COVID-19

Es el físico y neurocientífico Emilio Kropff. Tras perfeccionarse en Italia y Noruega, volvió al país en 2012. Con otros colegas, demostró que el aire seco favorece la sobrevida del coronavirus

Emilio Kropff nació en Bariloche en 1977. En su adolescencia, tenía interés por estudiar diferentes disciplinas. Todo le parecía interesante. “Me gustaba estudiar música, filosofía, economía, y mi principal drama fue elegir una sola entre todas ellas”, recordó en una entrevista con RIO NEGRO. Se decidió por física y neurociencia y hoy brilla por sus trabajos como científico en la Fundación Instituto Leloir. Trabajó con May-Britt Moser y Edvard Moser, ganadores del Premio Nobel de Medicina en 2014 y ahora realizó un estudio sobre la transmisión del coronavirus que causa la enfermedad COVID-19.

Kropff hizo un doctorado en neurociencia cognitiva en Italia y luego un posdoctorado en el Instituto de Neurociencia de Sistemas y Centro de la Biología de la Memoria, en la ciudad de Trondheim, Noruega.

Vive en Buenos Aires. En 2017, Kropff recibió el reconocimiento al mérito científico por el Consejo Municipal de San Carlos de Bariloche. Un año después, le otorgaron la beca de la Fundación Grass de Los Ángeles, Estados Unidos, y ganó el Premio ICTP, otorgado por el Centro Internacional de Física Teórica, en Trieste, Italia.

“Cuando empecé a trabajar con los científicos que ganaron el Nobel en 2014 ya me imaginaba que podían llegar a ganar el Nobel, aunque la noticia fue una sorpresa enorme”, contó. “ Para ganar el Nobel tienen que alinearse varias circunstancias, incluso para los científicos que hicieron suficiente mérito para estar entre los finalistas”, señaló.

Trabajar con los Nobel fue todo un aprendizaje para su carrera como investigador y para la vida en general. “Las lecciones principales que aprendí con el matrimonio Moser son el trabajo de excelencia, la perseverancia y la humildad”, detalló el investigador.

“La excelencia tiene que ver con trabajar incansablemente para no dejar puntada sin hilo, y una vez que uno tiene una hipótesis razonable y basada en toda la evidencia conocida, hacer lo que sea para testearla sin importar cuán arriesgado o ridículo parezca”, comentó.

“ También tiene que ver con la comunicación, con aprender a escribir los resultados sin que sobre una palabra, algo muy parecido al ejercicio literario”, subrayó.

La cualidad de la perseverancia tiene que ver con no apurarse. El trabajo con los Moser le ayudó a “llegar hasta el fondo de una pregunta y no perseguir las modas (que también existen en ciencia)”, dijo. “La científica May-Britt Moser resumía con la frase: ‘nosotros tratamos de no publicar resultados, sino historias”.

Además, quedó impregnado con otra cualidad. “La humildad es algo muy noruego, una cierta vergüenza de sobresalir pero también la convicción de que los avances científicos los hace toda la comunidad, más allá de a quién terminen premiando”, afirmó.

Contó una anécdota: “En el primer año con ellos había que hacer urgente un análisis de datos. Como yo era el especialista y el tiempo apremiaba, se pusieron a mi disposición haciendo de secretarios. Copiaban datos a planillas de cálculo. Duró unos días, pero fue divertido y aleccionador. Son muy humildes”, contó.

Tras muchos años de trabajo en neurociencias y varias publicaciones relacionadas con los relojes del funcionamiento del sistema nervioso del organismo, ahora se concentró en el coronavirus que causó la pandemia COVID-19. Aunque parezcan temas tan diferentes, el doctor Kropff encuentra continuidades.

“Mi carrera científica siempre estuvo atravesada por una especie de sexto sentido relacionado a la ciencia de datos. En algún punto de mi carrera me di cuenta de que veo cosas en los datos que al promedio de la gente le pasan por alto. Mis principales aportes en neurociencia tienen mucho que ver con encontrar relaciones anti-intuitivas entre señales cerebrales y comportamiento”, mencionó. Y llegó el COVID-19.

“Lo mismo ocurre con esta asociación inesperada que encontramos entre casos de COVID-19 reportados por el Ministerio de Salud de la Nación y la humedad relativa reportada por el Servicio Meteorológico Nacional 9 días antes. Normalmente no debería haber ninguna relación entre dos variables tan alejadas entre sí, y sin embargo ahí está”, comentó.

Descubrió con un grupo de colegas que el aire seco favorece la transmisión del coronavirus. Trabajó con investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y del instituto Virginia Tech y la Universidad de Colorado, en Estados Unidos.

“La relación es inversa, es decir que, a menor humedad, mayor es el número de casos. Esta asociación se observa solamente en los meses de invierno, lo que, según especulamos, tiene mucho que ver con la forma en que esta estación determina el número de contactos sociales que tenemos puertas adentro”, afirmó Kropff, quien es investigador del Conicet. En la ciudad de Buenos Aires, los eventos de muy baja humedad relativa (menores al 40% de promedio diario) se asocian a un incremento abrupto de casos positivos de más del 20%.

Durante casi todo 2020, CABA sufrió una única ola de contagios de COVID-19 inusualmente extendida en el tiempo. Su comienzo puede considerarse que fue alrededor de mayo (si bien había un número marginal de casos antes) y su pico ocurrió a fines de agosto.

Los resultados del estudio están en línea con la evidencia de que los aerosoles que son exhalados por las personas contienen el coronavirus “y podrían proporcionar una herramienta básica para que las instituciones de salud de Ciudad de Buenos Aires tengan la posibilidad de predecir con alrededor de una semana de anticipación el aumento de casos a partir de eventos de baja humedad relativa durante el invierno de 2021, según contó Andrea Pineda Rojas, coautora del estudio. Conicet y de la UBA.

Descubrió también secretos del cerebro

Bajo la dirección de los neurocientíficos noruegos Edvard y May Britt Moser, que son los premios Nobel de Medicina 2014, el científico Emilio Kropff realizó un estudio en roedores que puso en cuestión una creencia de décadas sobre el funcionamiento del GPS del cerebro, un circuito de neuronas que permite orientarnos en el espacio.

“Si bien es un trabajo de investigación básica, podríamos pensar en futuras aplicaciones una vez que podamos entender cómo se traducen estos hallazgos al cerebro humano”, sostuvo Kropff, jefe del Laboratorio de Fisiología y Algoritmos del Cerebro de la Fundación Instituto Leloir (FIL). El cerebro tiene diferentes relojes, formados por neuronas, que corren a diferentes velocidades. Mientras los más lentos marcan el ritmo del día y la noche (sueño y vigilia), los más veloces dictan las pulsaciones de la actividad cognitiva cotidiana.

El principal marcapasos del GPS del cerebro de los mamíferos son ciertas ondas llamadas “oscilaciones theta” del campo eléctrico, “que sirven para sincronizar el encendido y apagado de millones de neuronas a un ritmo de varias veces por segundo”, explicó. Desde hace cinco décadas numerosos estudios han postulado que la frecuencia de las oscilaciones es un código que le dice al cerebro a qué velocidad se mueve el animal, y le permite calcular sus propios desplazamientos.

“Sin embargo, ninguno de estos estudios trató de aislar la velocidad de otras variables relacionadas al movimiento, como la aceleración. Nuestro trabajo, recién publicado en la revista Neuron, reúne evidencia que pone en duda esa creencia arraigada hace décadas en el campo de las neurociencias”, indicó. Hicieron experimentos en ratas.

“Los resultados de nuestro trabajo echan por tierra la idea de que la frecuencia de estas oscilaciones constituye un código de velocidad utilizado para calcular los propios desplazamientos”, subrayó.


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