El fin de la ambigüedad


Cristina conduce con la ambigüedad. Siempre hubo un kirchnerismo para protestar y otro para gobernar. La inflación desnuda esa contradicción, la pone en conflicto.


No pudo haber imaginado Ernesto Laclau que su esfuerzo por formular una teoría del populismo quedaría en ridículo, por cinco minutos sibilantes de una alcaldesa en Madrid y por el salto en trapecio de un médico argentino, a diez mil kilómetros de distancia.

Cuatro meses antes de su muerte, unas antiguas ideas de Laclau florecían como novedad europea. Un grupo de universitarios españoles las habían elegido para cautivar a miles de indignados. Fundaron un partido, lo bautizaron Podemos para enfrentarse a la casta política, y comenzaron un ascenso fulgurante.

Pasaron los años, los universitarios que admiraban a Laclau llegaron al poder. Fracasaron, se pelearon, se fueron. Una adversaria, la presidenta liberal de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, cerró hace unos días la parábola: eligió la palabra “peronismo” para explicarle a España la inviabilidad del populismo fiscal. Con la brevedad de un epitafio, dijo que es la práctica de empobrecer a los pobres con impuestos, para pedirles el voto a cambio de un subsidio.

El gobierno de Alberto y Cristina Fernández se enojó con Ayuso, probablemente porque está fracasando con las ideas económicas que la madrileña describió. El populismo fiscal se ha quedado sin rentas capturables para repartir. Sólo empobrece. Ha llegado al punto de parálisis que siempre le vaticinaron: el fin de la ambigüedad. El populismo siempre fue una praxis de promesas contradictorias. Repartir lo que se pida, sin reparar en frazadas cortas. Laclau lo embelleció diciendo que es una construcción del sujeto político mediante la articulación de demandas identitarias. Ayuso resume mejor.

Las críticas de Cristina Kirchner a Sergio Massa obedecen a la crisis de esa lógica. Cristina conduce con la ambigüedad. Siempre hubo un kirchnerismo para protestar y otro para gobernar. La inflación desnuda esa contradicción. Está a la vista, para comprobarlo la desesperación de las tribus oficialistas por detonar las normas electorales antes de que llegue la inundación.


Argentina representaba el 39% del producto bruto de Sudamérica y Brasil sólo el 26%. Cincuenta años después, Argentina es el 15% y Brasil el 51%.


Pero el fin de la ambigüedad no interpela solo a este oficialismo que se autopercibe como una hegemonía sin revolución, mientras gestiona a duras penas un gobierno sin hegemonía.

El neurólogo radical Facundo Manes escuchó a algún comedido que le susurró la idea en bruto del “populismo institucional”. Saltó sin red: se la atribuyó como reproche a un aliado, Mauricio Macri. El asesor seguramente pensó en Donald Trump, en Jair Bolsonaro, tal vez en Carlos Menem. Pero Manes sólo recordó dos palabras. Insolvente para explicarlas, se comió un avispero.

Los asesores de Manes salieron de excursión teórica con el populismo institucional tras las últimas novedades en la región. Las elecciones en Chile y Colombia parecían reponer el proyecto laclausiano, pero las de Brasil establecieron un límite. En la unidad que la principal oposición argentina ha conseguido mantener están latentes algunas de esas tensiones conceptuales.

Basta mencionar dos catalizadores externos a Juntos por el Cambio para observar el comportamiento de esos fenómenos de magnetismo: Massa y Milei.

Los que rechazan el populismo fiscal recuerdan que no hay acuerdo posible con ningún gatopardo. Es la teoría de Macri sobre el segundo tiempo. Los que advierten sobre los riesgos de una radicalización asistémica, señalan el mayor fracaso de Laclau: el crecimiento de los populismos de ultraderecha.

A finales de los 60, dos académicos compilaron un debate en la London School of Economics. Ghita Ionescu y Ernest Gellner resumieron las discusiones sobre los fenómenos populistas. Se presentaron con un guiño a Carlos Marx: “El fantasma del populismo se cierne sobre el mundo”.

Entonces, Argentina representaba el 39% del producto bruto de Sudamérica y Brasil sólo el 26%. Cincuenta años después, Argentina es el 15% y Brasil el 51%. Acaso por eso Lula piensa como Ayuso. Y como buen fantasma, habla como Cristina.


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