La desesperación magistral de Cristina Fernández


La operación de deslegitimación presidencial requiere de un discurso que torsiona al límite los términos democráticos para disimular su condición conspirativa.


El último dato central de la política argentina es la decisión de la vicepresidenta Cristina Kirchner de socavar de manera directa la legitimidad del presidente Alberto Fernández.

Cuando se aprobó el acuerdo con el FMI, la vice jugó sinuosa, detrás de los cortinados. El daño al Presidente lo provocaba restándole credibilidad ante el Fondo. Ahora siembra un campo minado en el núcleo restante de la legitimidad presidencial: la maltrecha relación residual que aún le queda con la ciudadanía para terminar su mandato.

Dos hechos protagonizados por Cristina reflejan de manera inconfundible ese nuevo objetivo, mucho mejor que su reciente discurso en Chaco, uno de los más insustanciales y dispersos de los pronunciados.

El primero fue la celebración de la paritaria bancaria. Cristina elogió los resultados obtenidos por Sergio Palazzo en una negociación cuyo índice de actualización es toda una ratificación del desquicio económico presente y un anticipo sombrío de lo que puede venir. Frente al desborde inflacionario, la vicepresidenta colabora aplaudiendo la espiralización entre salarios y precios.

El segundo hecho fue el anuncio cristinista de una nueva moratoria previsional. Un nuevo jubileo sin aportes para un sistema que, ya con los beneficiarios que tiene adentro, está desfinanciado de manera irreversible.

La operación de deslegitimación presidencial se nutre de hechos como éstos, pero requiere de un dispositivo de discurso que necesita torsionar al límite los términos democráticos para disimular su condición conspirativa. En Chaco, Cristina Kirchner intentó montar ese relato.

El núcleo de esa operación discursiva es una justificación del vaciamiento al Presidente por la vacuidad política que tenía Alberto antes de que Cristina lo ungiera como candidato.

En mayo de 2019, refiere la vice, eligió a Fernández por no representar nada. Por lo que tenía de vaciedad política. De modo que a nadie debería sorprenderle lo que hizo después: reprocharle cada insumisión. La vacuidad de entonces, razona Cristina, legitima el vaciamiento de hoy. No es pelea, es debate. No es fragote, es insatisfacción democrática.


La molestia de la vice con el éxito opositor al instalar el debate de la boleta única se explica: la vieja papeleta es herramienta clave para la perpetuación de los líderes feudales.


El problema es que entre la vacuidad y el vaciamiento operó una variable de primera magnitud que Cristina prefiere obviar: el voto ciudadano expresado dentro de un cauce normativo. El mismo Alberto Fernández vacío de aquel 18 de mayo es el Presidente con legitimidad plena que asumió el 10 de diciembre.

Cristina intenta ensayar algún atajo ante esa contradicción. Sugiere que el Frente de Todos se institucionalice con una mesa de conducción, con Alberto en minoría. Ese recurso puede usarlo cualquier coalición. Pero cuando es oficialismo hay una institucionalidad superior: la que establece la Constitución para ordenar el gobierno. Presidente y vice.

Incómoda con ese límite fáctico, la vicepresidenta se ha lanzado a la aventura de intentar un nuevo “sentido común”. Cristina reconoce la inevitabilidad del capitalismo como sistema económico. Pero admite su combinación con el autoritarismo político. De allí su elogio al régimen chino. Un país, dos sistemas. La doctrina Deng Xiaoping.

Eso explica la molestia de la vicepresidenta con el éxito de la oposición al instalar el debate de la boleta única de sufragio. La vieja papeleta es una herramienta que ha sido clave para la perpetuación de los líderes feudales.

De la misma raíz no democrática proviene su insistencia contra la administración de justicia. Es que Cristina no sólo se juega en la deslegitimación de Alberto la reparación de un error estratégico absolutamente propio. También arriesga algunas vicisitudes relativas a su libertad personal.

Porque es verdad que la democracia actual y la división de poderes son un legado de la Revolución Francesa. Pero el derecho penal del que la vice anda huyendo es romano, más antiguo. Y permanece vigente en todo el mundo civilizado, sin que parezca afligido por la inminente invención de la electricidad.


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