La violencia no empezó en la escuela: juventudes, sociedad y sentidos en disputa
El caso de amenazas ocurrido en Roca muestra cómo la crueldad y la agresión desde el poder se difunde como paisaje cotidiano en las redes y la vida real.

Hace unos días, en un colegio secundario, las clases fueron suspendidas. No por una medida de fuerza ni por un corte de luz, sino por algo más difícil de nombrar: la amenaza latente de un acto de violencia extrema. El rumor circuló con velocidad, se coló en los grupos de WhatsApp, invadió pasillos, redes sociales, casas, oficinas. Y el miedo se volvió cuerpo en la comunidad educativa. Docentes, estudiantes y familias se detuvieron para pensar qué hacer cuando el peligro deja de ser una metáfora y se vuelve posibilidad.
No se trató de un hecho aislado. La violencia no irrumpe de repente en las escuelas: se filtra, se reproduce, se aloja. Lo que sucede en las aulas es reflejo de un entramado social más amplio, donde las violencias –simbólicas, físicas, institucionales, discursivas– se han vuelto paisaje cotidiano.
Silvia Bleichmar lo advirtió con claridad: no atravesamos una crisis, sino los efectos prolongados de un proceso de desmantelamiento nacional. Las adolescencias, en particular, son testigos y protagonistas de esta época marcada por la intemperie. La pérdida de horizontes colectivos, la precarización, la hostilidad hacia los sectores populares y la exaltación del mérito individual las empujan a habitar un presente sin porvenir. Tienen tiempo por delante, pero no futuro.
Mientras los vínculos afectivos entre jóvenes se ven cada vez más mediados por dispositivos digitales que amplifican la censura, la vigilancia y la violencia psicológica, María Sol Couto advierte que estas plataformas no solo exacerban el conflicto, sino que lo escenifican, lo forjan, lo comparten. Y muchas veces, ese conflicto no encuentra otra salida que la exposición o el hostigamiento.
Frente a ese panorama, la escuela aparece una vez más como campo de disputa. ¿Qué lugar le queda cuando la violencia se vuelve lengua común? ¿Puede seguir siendo espacio de encuentro, de lazo, de palabra? Aun cuando sus condiciones materiales se debilitan, la escuela insiste: convoca, escucha, abriga. Es uno de los últimos bastiones donde lo común todavía puede tramar una trama de sentido.
Frente a discursos que agitan el castigo y el control, necesitamos recuperar la idea de legalidades compartidas, no como imposición, sino como pacto simbólico que sostenga la convivencia. Como plantea Ernesto Boggino, la violencia no es una falla individual, sino un conflicto social que debe ser abordado colectivamente. No se trata solo de “poner límites”, sino de construir marcos simbólicos que den sentido, amparo y dirección a las prácticas de cuidado.
Y si de teorías del derrame se trata, conviene revisar qué es lo que realmente se está derramando. Desde los sectores de poder no cae el bienestar, sino el odio. No baja la riqueza, sino la violencia. Lo que desborda no son oportunidades, sino discursos estigmatizantes, restricción de derechos, hostilidad hacia el otro, las disidencias y los sectores vulnerados. Lo que llega a las y los jóvenes no son herramientas para imaginar futuros, sino modelos de crueldad como modo de habitar el mundo.
No alcanza entonces con prevenir el horror: no hay refugio en la soledad cuando lo que se desmorona es lo común. Porque sostener la vida no es solo conservarla, sino proyectarla, imaginarla, compartirla. En tiempos de miedo, la apuesta más radical es seguir creyendo que la salida es colectiva.
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