¿Por qué no hay liberales en la Argentina?


Con un Estado gigante, a cargo de casi todo lo que hace a la vida ciudadana, es imposible que ningún partido político que compita por la representación popular pueda ser liberal.


Todas las corrientes liberales (desde el liberalismo clásico, nacido en el siglo XVII -que inspiró la Revolución inglesa de Oliver Cromwell y la norteamericana de 1776- hasta el anarcocapitalismo de Murray Rothbard de fines del siglo XX) parten de la idea de que el principal enemigo del individuo es el Estado. Todas están de acuerdo en una serie de principios básicos: la libertad individual y la igualdad ante la ley en lo político, la iniciativa privada y el libre mercado en lo económico y en lo vital, la tolerancia hacia las creencias de los demás. Todos estos principios ya estaban en la Constitución de la Argentina que se escribió en 1853. Pero es muy difícil encontrar partidos políticos que no solo sostengan férreamente todas esas ideas en la vida cotidiana, sino que, sobre todo, sean capaces de implementarlas si llegan al gobierno.

Todas o algunas de las ideas liberales (la libertad de culto, la libertad económica, la libre competencia, el libre mercado, la iniciativa privada o la libertad individual -y su derecho conexo: la libertad de expresión-) son declamadas por casi todos los partidos mayoritarios de la Argentina.

Casi todo político que participa de una elección dice una frase que jamás ninguno cumple: “en mi gobierno lo esencial será la educación; mejoraremos de tal manera el sistema educativo para que dentro de 5 años los jóvenes estén mejor educados y tengan las herramientas para enfrentar un futuro en el que el valor supremo es el conocimiento”.

Todos sabemos que la decadencia de la educación argentina no pudo ser detenida (menos aun, revertida) por ningún gobierno desde hace 50 años. Lo mismo sucede con las ideas liberales: se las proclama, pero nadie las lleva a la práctica.

En principio, las ideas liberales se llevan muy mal con una costumbre política argentina que todos los gobiernos han impulsado: ampliar el Estado (tanto en cantidad de trabajadores, como de atribuciones, y por lo tanto el presupuesto estatal). La Argentina es uno de los países más estatistas del planeta. Casi nada de lo social, lo cultural, lo económico y lo político se puede realizar fuera del Estado. Todos los partidos han ido creando un Estado gigantesco. Incluso los que propusieron achicar el Estado y bajar el gasto terminaron aumentándolo.

La actual incidencia del presupuesto del Estado es enorme. Es de aproximadamente un 45% del PBI; eso significa que ahora es el doble de la que era hace 25 años, cuando ya no era pequeña (y que duplicaba la participación del Estado en el PBI respecto 70 años antes). Es decir: en aproximadamente un siglo, el gasto estatal argentino se ha cuadriplicado.

Por cada peso a valor constante que el Estado gastaba en 1922 tuvo que gastar cuatro pesos a valor constante en 2022. Esto es así porque el Estado actual es responsable de muchas empresas (casi todas son deficitarias, déficit que cubre el Estado con su presupuesto), además de hacerse cargo de incluir en beneficios sociales a casi toda la población que tiene trabajos informales no registrados (o que no tiene ningún ingreso) y además se hace cargo de subsidiar el consumo de energía y de transporte (en diferentes alícuotas, según las regiones) de casi los ciudadanos

Para cubrir la mayoría de esos gastos descomunales se han ido creando nuevos impuestos (muchos de los cuales se superponen con otros existentes, como sucede con el impuesto al cheque o el caso del impuesto a los bienes personales que grava el patrimonio logrado tras haber pagado ganancias y otros impuestos).

No solo se crearon nuevos impuestos (hay unos 160 en total, récord mundial) sino que constantemente se aumentan las alícuotas para que los contribuyentes paguen más.

Con un Estado gigante, que está a cargo de casi todo lo que hace a la vida ciudadana, es imposible que ningún partido político que compita por la representación popular realmente pueda ser liberal.

Debería presentar un proyecto muy claramente detallado y real que demuestre que es capaz de desarmar este Estado gigantesco (y decir explícitamente cuáles sectores van a perder cuáles privilegios).

Sin esa explicación muy precisa ningún programa liberal es creíble. Queda en mera declaración vacía, del tipo “voy a dinamitar el Banco Central” o “Se les van a terminar los privilegios a la casta”.

Frases vacías: ninguna de esas medidas -en el caso impensable de que se tomaran- son significativas para achicar realmente el Estado gigante ni liberar la intromisión estatal en la vida de los individuos.

No sabemos quién será el próximo presidente, pero sí sabemos que no será liberal. Aunque el triunfador sea Javier Milei, quien se proclama adalid de la libertad (aunque casi todas sus propuestas son anacrónicas, retrógradas y autoritarias, es decir, no liberales).

Soñamos con la libertad, pero no queremos pagar el precio. Por eso compramos consignas demagógicas.


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