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Un temblor subterráneo

Por James Neilson

Puede entenderse el desconcierto que tantos sienten frente a “la banda de los copitos”. A muchos les cuesta calificar ideológicamente a los jóvenes que estuvieron a un tris de cambiar radicalmente el panorama político del país. Puesto que no saben en cuál categoría ubicarlos, ensayan definiciones que explican poco pero que les sirven para subrayar su propio desprecio por quienes procuraron asesinar a la vicepresidenta Cristina Kirchner y, mientras tanto, decirnos que no tienen nada en común con los habitantes de un submundo amenazador del que quieren distanciarse lo más posible.


Desde un lado del espectro ideológico, se toma los copitos y sus presuntos aliados por productos de décadas de desgobierno populista que dejaron a los bisnietos de los descamisados de mediados del siglo pasado en una situación peor que la de sus antecesores. Desde otro lado, los tilda de “lumpen”, sujetos que, para indignación de los izquierdistas tradicionales, carecen de “conciencia de clase” y por lo tanto hay que repudiarlos. Preguntan con alarma: ¿Serán fascistas en potencia que esperan con impaciencia la llegada de un caudillo más carismático que los actualmente disponibles? También los hay que juegan con la idea de que en los bajos fondos de la sociedad esté articulándose una red ultraderechista en que participarían tanto el libertario Javier Milei como la gente más truculenta de Revolución Federal que gritan “al kirchnerismo, cárcel o bala”.


Como no pudo ser de otra manera, a los kirchneristas les molesta que el atentado contra su jefa pudiera haber sido obra de un improvisado de nociones rudimentarias y una chica de opiniones decididas que no militaban en una organización conspirativa de envergadura. Desde su punto de vista, Cristina merece verse amenazada por personas mucho más impresionantes que los acusados. Para colmo, les parece humillante el que la gente se haya acostumbrado a aludir a “los copitos”, un nombre que acaso sería apropiado para una pandilla de menores en una comedia italiana pero no lo es para lo que realmente fue, un intento de asesinato que por fortuna fracasó. Tienen razón, claro está: muchos se aferran a la idea de que todo haya sido un montaje porque lo de los copitos les parece demasiado grotesco como para tomarlo en serio.


Por supuesto que es reconfortante creer que Brenda Uliarte y Fernando Sabag Montiel no son más que “lobos solitarios” sin vínculos con organizaciones o movimientos dignos de llamarse políticos, pero sucede que en el país hay muchos, muchísimos jóvenes como ellos que compartirán la misma voluntad de desquitarse por el destino nada promisorio que el mundo les ha reservado. Gracias a lo hecho por Sabag Montiel al acercarse sin problemas a quien, en buena lógica, debía haber sido la mujer mejor custodiada del país, se habrán dado cuenta de que a ninguno le sería demasiado difícil provocar un gran revuelo.


Decir que los integrantes de “la banda de los copitos”, un grupo pequeño de jóvenes que trataban de ganar algunos pesos vendiendo algodón de azúcar, eran “marginados” no ayuda. Aquí, la economía formal se ha achicado tanto que una parte sustancial de la población ha buscado refugio en sectores marginales que conforman la llamada “economía popular”. Para más señas, por lo que se sabe de los copitos, no eran ni vagos ni analfabetos sino personas que, de haber sido otras las circunstancias nacionales, hubiesen podido convertirse en profesionales respetables. Es una cuestión de proporciones; mientras que en algunas sociedades el treinta por ciento o más de la población puede disfrutar de un buen pasar según las pautas vigentes, en la Argentina las oportunidades se han hecho tan limitadas que casi todos tendrán motivos de sobra para sentirse frustrados.


Desde hace años, es de dominio público que más de la mitad de los jóvenes del país viven en pobreza y que el sistema educativo es un desastre que los deja abandonados a su suerte pero, para alivio de quienes temían que fuera explosiva la combinación de miseria e ignorancia resultante, hasta ahora los más perjudicados por la según parece interminable crisis socioeconómica se han caracterizado por su apatía. Bien que mal, los han mantenido pasivos las agrupaciones piqueteras y afines que han conseguido hacerles creer que, con las manifestaciones callejeras de protesta que organizan, están defendiendo sus intereses. Es una ilusión, claro está, ya que el asistencialismo arbitrario que se ha institucionalizado está perpetuando la situación nada feliz en que se encuentran millones de jóvenes que, en una sociedad más dinámica, serían capaces de valerse por sí mismos e incluso de prosperar, pero que por lo menos ha contribuido a mantener a raya la violencia política.


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