¿Partido hegemónico o transversalidad?

Por Mario Teijeiro (*)

El peronismo se fue consolidando como el partido político dominante como consecuencia de los fracasos estrepitosos del gobierno militar (1982) y de los gobiernos radicales (1989 y 2001). Inicialmente un partido que catalizaba los votos de las clases bajas, se fue transformando en un partido capaz de mostrar caras de centroderecha o centroizquierda, según conviniera electoralmente. De hecho las últimas elecciones presidenciales fueron en buena medida una interna del peronismo, con candidatos de líneas ideológicas bien diversas. Hoy el debate político relevante se limita a las pujas dentro del partido. El presidente Kirchner, con lo de la transversalidad, está desafiando la idea del partido hegemónico, pretendiendo que el peronismo vuelva a sus orígenes y en tal caso aglutine todas las fuerzas de centro izquierda. La primera pregunta que surge es cómo se dilucidará este enfrentamiento, que puede amenazar la gobernabilidad. La segunda pregunta relevante es cuál es la importancia del eventual desenlace para el futuro de nuestro país.

 

Una referencia histórica

 

En sus orígenes, el peronismo fue un movimiento que representó a las clases populares, con facetas totalitarias en un mundo fuertemente influenciado por la mezcla de militarismo nacionalista y democracia populista que representaba el fascismo. Su electorado natural: las masas empobrecidas por la crisis del año 30. Su enemigo era el capitalismo «oligárquico» agroganadero y su aliado el nuevo capitalismo industrial protegido, que daba empleo a quienes emigraban del campo a la ciudad. El peronismo le robó las bases populares al radicalismo, que quedó como un partido que representaba a la clase media y defendía la institucionalidad democrática, pues había sido la principal víctima del golpe militar de 1930. La derecha conservadora, asociada inicialmente a los intereses latifundistas del campo, encontró su representación en los golpes militares antiperonistas que se sucedieron desde 1955 en adelante. La representación política estaba entonces segmentada por sectores económicos bien definidos.

Pero hoy el esquema de representación es totalmente distinto. El peronismo ha hecho pie en las clases altas, particularmente a partir de la llegada de Menem al poder. Las razones han sido varias. Por un lado el agro perdió mucho peso económico y político y los intereses capitalistas pasaron a identificarse con los intereses de la industria protegida (que es una bandera tradicional del peronismo) y de los servicios. Por otro lado, la derecha se quedó sin representación a partir del fracaso militar del '82 y la oleada internacional en contra de los regímenes militares y en favor de regímenes democráticos. La evolución del peronismo se completó cuando la política anticapitalista de Alfonsín y su colapso volcaron las preferencias de los segmentos de altos ingresos hacia el pragmatismo de Menem, quien pudo así forjar una alianza entre clases altas y bajas que le permitieron mantenerse 10 años en el poder.

A su capacidad de trascender su electorado original, el peronismo ha sumado su suerte (¿o inteligencia?) para no pagar los costos de sus errores. Los de sus gobiernos anteriores (1945-1955 y 1973-76) fueron borrados por golpes militares que lo convirtieron en víctima. Los errores acumulados en el gobierno de Menem terminaron explotándole en la cara a la administración radical de De la Rúa, lo que sepultó al radicalismo como fuerza opositora. Las tres grandes crisis de los últimos 30 años ocurrieron durante administraciones militares (1982) o radicales (1989 y 2001). Es por eso que hoy el peronista es el partido dominante y las «terceras fuerzas» son la única (y por ahora débil) amenaza a esa hegemonía.

 

El desafío de la transversalidad

 

Duhalde es hoy la cabeza virtual del peronismo que cree en mantener y fortalecer un papel hegemónico, con una maquinaria capaz de ganar elecciones con el candidato circunstancial más potable para la opinión pública. L ideología importa poco, lo esencial es mantener la maquinaria electoral triunfadora. Hoy es posible que el candidato ganador sea de centroizquierda, mañana otro más «pro mercado». Lo importante es retener el poder del partido y negociar cuotas de poder hacia adentro. El partido acompaña al presidente mientras a éste le vaya bien en las encuestas y genera las oposiciones y cambios necesarios cuando la opinión pública se da vuelta. Las encuestas son la clave, se convierten en las determinantes de las opciones políticas fundamentales.

A esta posición pragmática se enfrenta el presidente Kirchner con sus convicciones ideológicas. El presidente pretendería terminar con el pragmatismo y volver al partido del ideario nacional y popular, descartando definitivamente la posibilidad de que el partido se vuelque en el futuro por opciones de centro derecha, ya se trate de Menem, Reutemann, Macri o aun De la Sota. Prefiere un escenario político dominado por un frente de centro izquierda «transversal» (catalizado por el peronismo) y una centroderecha nítida, tal como se perfila en la mayoría de las democracias modernas. Pero pretende que esa derecha se busque otros canales de representación, cerrándole el paso para usar la «marca registrada» del peronismo. Sin el control del Parlamento, su poder para desarrollar este proyecto político está en la compra de adhesiones a través de la caja del Estado y, en última instancia, en las encuestas que aprueban su gestión. El problema es que las encuestas favorables pueden ser tan efímeras como sus éxitos económicos y la mayoría del aparato peronista (liderado por un Duhalde que ha salido fortalecido de su corta presidencia) está más cerca del proyecto del partido hegemónico y pragmático.

La batalla entre los dos proyectos está en pleno desarrollo. El presidente, fiel a sus convicciones «setentistas», quiso plantear diferencias profundas con el acto de la Esma, separando la cancha entre peronistas «montoneros» y peronistas «triple A», como si la Argentina continuara siendo un apéndice de una guerra fría que ya terminó hace mucho. Pero la jugada le salió muy mal, pues sólo sirvió para aglutinar a la mayoría del peronismo (incluyendo a Menem) alrededor de Duhalde. Es por ello que la Esma desapareció de la agenda y fue reemplazada por la denuncia de un complot neoliberal y por la batalla de la coparticipación federal.

La (ridícula) idea del complot neoliberal intenta demarcar la cancha de una manera distinta, de tal modo de convertir al neoliberalismo como el único enemigo del peronismo «auténtico». El objetivo consecuente es limpiar el partido de los intrusos «neoliberales», actuales (Menem) o potenciales (Macri). La batalla de la coparticipación por otro lado sirve para debilitar el liderazgo de Duhalde, trayendo sobre la mesa una discusión que es capaz de dividir los intereses del peronismo del interior y los de la provincia de Buenos Aires, al mismo tiempo que proveería recursos discrecionales al gobierno para comprar adhesiones políticas.

El gobierno está utilizando todas sus armas para torcer el peronismo en dirección a su proyecto transversal, lo cual anticipa una batalla dura que amenaza la gobernabilidad. El recurso más reciente es el apoyo oficial al grupo piquetero de D'Elía, viejo adversario del duhaldismo y de «la policía corrupta y de gatillo fácil». ¿Tendrá éxito? Difícil de predecir. Dividir al peronismo entre montoneros y Triple A lució como políticamente suicida. Apoyar a piqueteros que violan el orden y la seguridad pública, puede ir en su contra en las encuestas de opinión.

Plantear el neoliberalismo como enemigo tiene más chances de éxito, pero el presidente no confía en una evolución ideológica dentro del partido gobernante (evolución que sus propios fracasos puede abortar), sino que quiere imponer un proyecto transversal mientras le vaya bien en las encuestas. Para ello acelera la disputa del poder de Duhalde, incluso en la misma provincia de Buenos Aires. Todo suena como demasiado ambicioso (y preocupante para la gobernabilidad), aunque en política es difícil anticipar resultados. Sí es posible especular que el resultado de su proyecto dependerá críticamente de sus éxitos (o fracasos) en materia económica y de seguridad, pues son estos factores los que determinarán su suerte en las encuestas, que se han convertido en el árbitro decisivo en la lógica del partido dominante que controla las mayorías legislativas.

 

Pero al país, ¿qué le conviene?

 

Con una visión de mediano y largo plazos, ¿conviene que se afiance un partido peronista hegemónico, o que se reconvierta como una opción exclusiva de centroizquierda? Para un politólogo la pregunta relevante sería: un partido peronista hegemónico, ¿es más garantía de gobernabilidad que un partido peronista transversal? No hay respuestas claras.

Por un lado, Kirchner puede ser el primer ejemplo de un candidato del partido hegemónico que genera un clima de ingobernabilidad (en su intento de convertir el partido hegemónico en uno de centroizquierda). Por otro lado, conociendo la historia del peronismo, ¿quién puede argumentar que un peronismo transversal dejaría gobernar a un extrapartidario con ideas de centroderecha? «Hegemónicos» o «transversales», los peronistas comparten una cultura política muy poco democrática, que hoy se manifiesta en los gestos y actitudes del gobierno del Dr. Kirchner, pero que ayer nomás se manifestó en el golpe civil a De la Rúa.

Pero la gobernabilidad es una condición necesaria pero no suficiente para revertir la decadencia argentina. Es esencial también saber cuáles son las ideas que predominan en las estructuras políticas y cuál es la capacidad de gestión para ejecutarlas eficientemente. Si ambos proyectos no se sacan ventajas «a priori» en cuanto a la gobernabilidad, tampoco parecen marcar diferencias significativas en cuanto a la visión de país, a la capacidad de gestión y a la falta de transparencia en los actos de gobierno.

En materia económica por ejemplo, no hay hoy ninguna diferencia entre Kirchner y Duhalde. Es más, han compartido el mismo ministro de Economía con el mismo enfoque heterodoxo, que apuesta al proteccionismo industrial, al capitalismo nacional y al distribucionismo a través de una creciente participación del Estado. Es posible argumentar sin embargo que el proyecto del partido hegemónico estaría teóricamente abierto a la evolución del electorado, no descartando una vuelta hacia una posición «neoliberal», si las encuestas lo aconsejan. ¿Pero es esto una garantía de evolución positiva en el futuro? Si juzgamos por la experiencia de Menem, no lo es, pues la adhesión «trucha» a principios liberales terminó fracasando y «quemando» esas ideas, confundiendo a la población y dando pie para el retorno de las ideas estatistas y proteccionistas.

¿Podría un partido peronista hegemónico virar en el futuro hacia un liberalismo bien aplicado? Nada es imposible, pero la esencia corporativa y populista del peronismo hace que ese giro sea poco probable. Si esto fuera así, la evolución política deseable sería el fortalecimiento de una opción de centro derecha por fuera del peronismo. Y esta alternativa política tendría probablemente más chances de crecer si en el corto plazo se impusiera el proyecto transversal.

 

 

 

 

(*) Presidente del Centro de

Estudios Públicos


El peronismo se fue consolidando como el partido político dominante como consecuencia de los fracasos estrepitosos del gobierno militar (1982) y de los gobiernos radicales (1989 y 2001). Inicialmente un partido que catalizaba los votos de las clases bajas, se fue transformando en un partido capaz de mostrar caras de centroderecha o centroizquierda, según conviniera electoralmente. De hecho las últimas elecciones presidenciales fueron en buena medida una interna del peronismo, con candidatos de líneas ideológicas bien diversas. Hoy el debate político relevante se limita a las pujas dentro del partido. El presidente Kirchner, con lo de la transversalidad, está desafiando la idea del partido hegemónico, pretendiendo que el peronismo vuelva a sus orígenes y en tal caso aglutine todas las fuerzas de centro izquierda. La primera pregunta que surge es cómo se dilucidará este enfrentamiento, que puede amenazar la gobernabilidad. La segunda pregunta relevante es cuál es la importancia del eventual desenlace para el futuro de nuestro país.

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