Paul Auster

Cuando tenía 14 años Paul Auster fue testigo de una muerte bíblica. Presenció cómo un rayo fulminaba en sus narices el cuerpo de un compañero de campamento. Más allá de las conjeturas existenciales que podrían hacerse a partir de este hecho, Auster no es un hombre religioso en el sentido ortodoxo del término.

Su obra está atravesada por una extraña forma de espiritualidad. Como una sombra, Dios respira en la oreja de sus personajes.

Pero no es Dios exactamente. Sus críticos han terminado por elaborar con su nombre un nuevo sinónimo para la palabra azar. Cosa que al autor de «Mr. Vértigo» lo tiene absolutamente harto.

El también tiene parte de la responsabilidad de esta etiqueta, cada vez que ha intentado explicar los motivos profundos por los que sus personajes se encuentran vinculados con situaciones sorprendentes, cuando no ridículas por lo insólito de sus características, apela a las «contingencias de la vida». Simples contingencias que podrían ocurrirle a cualquiera.

Como el rayo que partió por la mitad a su amigo, como la suma de dinero que heredó de su padre en el peor momento económico de su vida y que le ayudó decisivamente a escribir sus novelas, como la noche de gripe y tormenta en que decidió ir a una lectura pública y conoció a su espora Siri, como el primer viaje en solitario de su hija de 14 años a Manhattan desde Brooklyn en un subterráneo que pasó debajo de las Torres Gemelas media hora antes de que se derrumbaran aquel horrendo 11 de setiembre.

La primera parte de su vida como escritor está signada por el hambre y la duda. A los 30 años estaba prácticamente decidido a no tocar nunca más una máquina de escribir. Diez años más tarde era consagrado por la crítica como uno de los escritores más interesantes de su generación y hoy, a los cincuenta y tantos, ya se lo considera un nombre clave dentro de la literatura americana.

El desarrollo de su fama no le quita el sueño, todavía dice sentirse preocupado por lo que comerá en unos meses.

A fines de los «90 le confesaba a Lou Reed: «Como escritor, nunca hay plata en el medio. Lo único en que yo estaba interesado era en pagar el alquiler y tener algo para comer. Yo me pasé la mayor parte de mi vida viviendo en la cornisa, en el límite. No es una buena manera de pasar la vida, pero, al mismo tiempo, si creés en lo que estás haciendo y sentís que tenés que hacerlo, ¿qué chance te queda?»


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