Pese a las crecidas y los robos, subsisten los crianceros de la costa del Limay
Siete familias viven de la producción de animales en el extremo sureste de la ciudad. Aunque se emplazan a pocos kilómetros del centro no tienen acceso a los servicios básicos.
El lote 132 del barrio Confluencia Rural tiene un encanto que es difícil de explicar, porque en las orillas del Limay se debe convivir con el miedo a las crecidas del cauce, el implacable frío del invierno y la visita recurrente de algún que otro amigo de lo ajeno. Pero quienes encontraron su hogar allí no lo cambian por nada y pese a las inclemencias de la vida se aferran con uñas y dientes a sus parcelas de tierras.
Miguel Jofré recuerda que llegó a aquel extremo del este la ciudad cuando tenía apenas nueve años, “cuando todavía era un bosque de sauces”. Su familia no tenía donde ir y se radicaron en el lugar para criar animales. Ahí nunca creció nada, pero se podían tener chanchos y gallinas, que alimentaban con lo que rescataban de los desperdicios del viejo supermercado Casma.
Hoy Miguel tiene 47 años, a los 14 su padre lo dejó solo. Desde entonces pasó su vida a la vera del río, sobrellevó “diez crecidas grandes del Limay, algunas nos mataron todos los animales”. Crío a su hijo Cristian que hoy tiene 22 años y formó familia con su compañera Rocío y sus dos hijas pequeñas. También vive allí Carlos, hijastro de Miguel, y en las temporadas más cálidas su esposa, que por problemas de salud tiene que pasar las noches en su casa del barrio Confluencia.
Jofré explica que no puede dejar ese lote por varios motivos, uno por cuestiones de seguridad, hay muchos robos y por eso tiene una jauría de perros que cuidan su territorio. El otro es más romántico: “porque es la vida que a uno le gusta. Yo trabajo a la tarde en la construcción y trabajé 10 años en el petróleo, pero esto es lo mío, los animales”.
A escasos 20 metros de distancia, media docena de chanchas madres adornan su relato, mientras se disputan chocando sus lomos una montaña de harina que encuentran en un paquete desparramado en el piso.
Ricardo Rivas, tiene un ranchito que construyó con sus manos a pocos metros de los Jofre. Él tiene 73 años y hace ocho que colgó los guantes y la pala, “cuando me salió el sueldo -la jubilación-”. Él vive desde los 40 ahí, tiene su casita “de la provincia” en el barrio Confluencia, pero algunas noches la pasa en el lote, también por miedo a los robos. El último fue hace dos años, cuando le llevaron lo poco que tenía.
Todo su aspecto habla de su vida, las manos curtidas, los dedos hinchados y la ropa de gaucho evidencia que vivió y trabajó en el campo, en su Cerro Policía natal donde se dedicaba a la esquila.
En los años 70 “se me metió en la cabeza irme para Neuquén o Cipolletti. Porque tenía una familia que alimentar y el campo andaba mal”. Al poco tiempo de conseguir trabajo en una empacadora, pudo traer a su esposa y sus 10 chicos.
El lejano sueño
de las escrituras
Miguel Jofré recuerda que el lote se comenzó a poblar hace unos diez años, hoy en día hay unas siete familias radicadas en la zona. Sin embargo son pocos los que crían animales, algunos tienen gallinas o gansos, pero en su mayoría han llegado hasta aquel extremo de la ciudad por no tener otro lugar donde radicarse.
En el sector, ningún vecino es propietario del terreno que ocupan. Jofré explicó que pese a vivir hace 38 años en el lugar, haber levantado su casa y desarrollado su actividad, solo pudo acceder a una tenencia precaria de la tierra .
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